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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Pandora en la playa

Lo que desconocíamos de la Caja de Pandora, y eso que se abre casi a diario (basta con desplegar un periódico), es que era una caja ‘B’. O similar. Ahora se descubre que lo de los famosos males era una simple tapadera, y que lo que había allí dentro era mollar, pastuqui. Si es que –parto de la presunción de inocencia de la muchacha­, ya lo advierto– no le han cambiado en algún momento el contenido a la caja; porque a saber quién habrá metido la mano allí desde la mitología áurea, cuando dioses y hombres eran dos versiones de un mismo personaje del drama (tragicómico). Y la caja, única. Puede que Pandora, que ya no puede defenderse ni declarar, no sea más que la ‘mula’ de este conglomerado financiero postmoderno, paradisiaco, black, líquido, off. A saber cómo fue la cadena de custodia de la dichosa caja. Cualquier cosa, desde luego, le puede haber pasado desde entonces a aquella caja negra de nuestras plagas cotidianas, que Zeus puso en sus manos para complicarle la existencia, claro (a ella y a nosotros), como venganza entre titanes; una venganza pagada por los mortales. Porque los que siempre pagamos, a tocateja, la moral sui generis y la contabilidad creativa de los despachos del Olimpo somos los mortales. Pues aquel mundo de los días de Pandora y compañía se ha esperpentizado (véase el perfil e histórico de muchos de los empapelados). Sólo nos queda como consuelo ante el bochornoso espectáculo que supone el ver que a Pandora le hayan sacado papeles como a Bárcenas u otros, es el retener en lo más alto de la imaginación del personaje a Ava Gardner, la Pandora Reynolds de la película, compañera del holandés errante. Allá por 1951. Y su “Esperanza”, que era la dársena donde estaba atracada la barca del holandés; y su playa, que era española, Tossa de Mar, en cuyo mirador sobre la Bahía, Villa Vella, está plantada una escultura de la diosa: de Pandora Gardner. En el balcón, esbelta, movida por el viento y sin papeles, aparece su figura asomada a una playa, que es también mítica, por estar asociada a su belleza misteriosa y fatídica (a lo griego), también offshore, deslocalizada, pero una playa que nos es familiar: la de los sueños, la del deseo, la de la noche que no acaba, la de la bravura de la Costa, la del technicolor glorioso. La de una España que se muestra como un litoral universal, onírico. Una playa de playas. De todas aquellas playas a cuya orilla han llegado cuerpos errantes y sueños (sin papeles, sin sociedades vinculadas, sin consultorías). El cine, auténtico alfar de mitos de sucesivas generaciones, fue el segundo escultor de Pandora, tras Hefesto, quien primero la modelara en arcilla. Y una artista, mujer como Pandora, la escultura Ció Abellí, quien la recordara para siempre en bronce, en Tossa, donde el mito fue refundido y rodado. Muy distinta aquella playa a ésta offshore de papel bajo sospecha, que convierte los males en bienes incontrolados. Lo que, a la luz de los papeles atribuidos a Pandora, sigue sin aparecer, o ya no queda nada de ella, o se le han fundido, o la han vendido a un fondo buitre (o águila, de aquellas mismas águilas que le comieron el hígado a Prometeo, el ladrón bueno de esta historia, el que logró robar el fuego –aka las Eléctricas– para repartirlo al personal), o se la han fumado o la han contrabandeado, en fin, ­­es la esperanza, que, según el relato, quedaba al fondo, o en un doble fondo, de la célebre caja, o lo que fuera el secreter donde Pandora guardaba aquel botín, el gran clásico de las desgracias humanas. Debajo de todas ellas sabemos, por testigos de autoridad, que quedaba un reservorio de esperanza, como en orza, digamos. O como el puerto de la película, deambulado por Ava. Pero ahora mismo –y ya da igual– no podemos saber a ciencia cierta si fue lo primero o lo último que se perdió. En la recalificación de alguna zona de la playa.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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