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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

¡Viva La Zaranda!

No dice nada la RAE de que ‘zarandear’ signifique, una vez cada tanto ­–esta vez dos años, desde el 2019, con su premonitorio El desguace de las musas–, el asistir, de cuerpo presente, a un auto de La Zaranda, y lo que te traspasa por dentro (regalo la acepción, sin taburete a cambio). Y debiera decirlo, porque es –en vena– acervo, patrimonio, intrahistoria, jondo, España; aunque se postulen como una compañía inestable de ninguna parte; o igual es que España es también un crisol de inestabilidades deambulantes, de peregrinos en su patria. O la invertebración de la que hablaba el filósofo póstumo (¡qué diría ahora de que se haya verificado el viaje de una España invertebrada a una España vacía!: lo que cualquiera, que para ese viaje…). También, La Zaranda, trata en sus pasos de esa vaciedad levítica y deslocalizada, y la habita con ausencias a modo de fantasmas, musas, póstumos, parientes, santos, ecos, malditos, sombras y letanías. Esas letanías epigráficas y epitáficas que mantienen en pie a la soldadesca de sus trancos, preguntándose a cada minuto por la razón de algo o de alguien; latiguillos, jaculatorias sin solución de continuidad, sólo para ir tirando. Existencia de garrafón. Deseando estoy conocer cuál es la que hila esta Batalla de los ausentes. No me la quitaré de la cabeza en días, como me sucede siempre, que me la veo rezando por la calle. Todos los escenarios de las postrimerías de La Zaranda son campos después de algún tipo de batalla, y todos los personajes son de tropa, circulando por un teatro de enseres (de seguir ‘siendo’) que han quedado olvidados o rendidos en las trincheras: de la historia, de la inteligencia, de los afanes. Del propio teatro. Resta, cautivo y desarmado el ejército de sombras, una utilería inútil, pero proteica, que se transforma continuamente para acabar reabsorbiéndose en la ruina de partida. No hay rehabilitación posible. En el mismo tenor, todas las vestimentas de las figuras alumbradas por La Zaranda son sudarios y saldos, como heredados de antepasados, y muy fuera de talla, pero es lo que hay (“Es lo que hay” sería una buena síntesis de sus estribillos). Siempre se me aparecen, viendo al elenco zarandil, aquellos mendigos de Viridiana, que cuando ocupaban, para profanarlo, el salón-comedor de la hacienda, lo primero que exclamaba uno de ellos era: «¡Qué manteles tan galanes!». El dramatis de La Zaranda se mueve en el marco de una galanura deshilachada y astrosa. Ya desahuciada. Y la música, por cierto (lo digo porque también, claro, suena Haendel en la escena susodicha de Viridiana), en todo entremés de La Zaranda, oscila entre lo procesional y lo sublime. No obstante, y para que nadie se llame a engaño, diré que esta tristeza estructural, por la que la Compañía ya pedía perdón allá por 1992, cuando en el panorama alrededor todo eran fuegos artificiales, que esa tristeza subcutánea, digo, es un tinglado súper dinámico, que evoluciona de una manera animadísima, casi como si fueran busterkeatons del esperpento, y que brilla la comicidad en sus accidentes, hasta la derrota final, que ya es apoteósica, una gloria, sic transit. El caso, a lo que voy, es que siendo de ninguna parte, La Zaranda nos toca por todas las partes, y cada uno de sus retablos, de sus vánitas, nos abre las carnes, y salimos del teatro como costaleros a los que les han quitado el paso de los hombros pero aún siguen dando pequeños tumbos, todavía zarandeados. No se trata, por tanto, sólo de ‘ajetreo’ o de ‘azacaneo’, como da entrada al término ‘zarandear’ el académico tomo, que también es todo eso, sino que es salir de la batalla de estos tiempos, como hace la milicia de esta función: manteniéndose en la reserva activa. Sacudiendo el burro de los uniformes y el baúl de los muñecos. Por no decir que además, si ya fuera poco festín, que lo vamos a ver hoy domingo aquí, antes que en la capital, que no va la Compañía hasta febrero. Yo, como partidario que soy de La Zaranda, me pondré hoy, mis mejores galas. Del difunto, por supuesto.

 

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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