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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Planeta Santa Cecilia

Si un día, o el cómputo temporal que toque entonces, de seguir existiendo la dimensión temporal, claro; si un día, digo, alguien o algo, proveniente de donde o como fuera, de este sistema solar o del que le sustituya; en fin, un ente, un propio, una cosa a su modo inteligente (a la par que sensible; bueno, la sensibilidad ya es una forma de inteligencia), proveniente de un punto no sólo incógnito hasta la fecha sino hoy por hoy inconcebible, si llegara hasta la Tierra, pongamos que en un momento “playa final” del planeta de los simios, a causa de un armagedón de algoritmos, variantes y shopping, si aterrizara aquí con la intención –o con lo que los entes del futuro desarrollen– de tomar muestras de lo que fue esto, de lo que fuimos en lo mejor, pues llegado este supuesto, ruego a Santa Cecilia –ya me encomendé a ella el lunes– que la muestra que extraigan y examinen sea… música. Un fragmento musical, de cualquier tamaño, desde un ciclo wagneriano a una humilde semifusa. Hasta un silencio valdría. Un silencio, colocado a su tiempo en la partitura, es de un valor inconmensurable. Tendríamos mucha suerte si los visitantes, entre los restos terrícolas, dieran con una pizca de música, la metieran en un canuto y se la subieran a su Enterprise, a hacerle una analítica completa. Y consideraran el resultado de ésta –una secuencia orgánica de tonos, timbres y silencios– como definitorio de lo que por aquí fuimos, además de agua en tres cuartas partes. Entonces, estaríamos salvados. Porque en lo mejor y más verdadero que somos, somos música. El resto de las cosas buenas que hemos ido inventando han aspirado a imitar a la música, en su armonía, dinámica y efecto. En su humanidad: la única especie que ha desarrollado ­– en medio de otras horrísonas– una habilidad melódica. Pues eso que nos llevamos. La música es, de hecho, en este tiempo de dosis de recordatorio, el mejor recordatorio de lo que podemos llegar a ser. Tú te vacunas con música y se reactiva una memoria emocional; se reactiva el mejor de los programas que nos mueve. Y así, el viernes fui, de nuevo, a vacunarme al Rioja Forum, pero esta vez con una dosis de música. Efectivamente esta vacuna lleva un chip, vale, pero es el bueno, el chip original, el prodigioso, como se titulaba aquella película. Y pensé, durante la dulce inyección, que los que vinieran a por esa muestra de la especie que digo, se podían haber llevado, como un dato absolutamente representativo de la excelencia, el formidable concierto que vimos tocar y actuar. Un combinado de Mozart y Vivaldi, más bises. A cargo del excepcional pianista moscovita Sergei Yerokhin y de I Musici. Estos últimos, por cierto, forman parte de mi adn musical. Me entregué al barroco de joven por sus vinilos, que atesoro como surcos básicos, que aún tarareo. La forma, en fin, en que me entraron esas dos horas de algunas de las más bellas composiciones salidas del laboratorio musical a lo largo de siglos de investigación emocional me trasladaron a un lugar donde sólo la música te lleva. Había que ver a Yerokhin, alto y serio, como salido de la Solaris de Tarkovsky, sentado en la nave de Mozart, con la hoja de ruta –poco común, el concierto nº12 en La Menor, K.414– en la cabeza. Ver cómo Yerokhin aguardaba emprender cada trayecto, sobre el todo el asombroso segundo movimiento, con las manos en guardia, sobre las rodillas, ojos cerrados, recostado sobre su propia espalda, hasta que Mozart (niño de planeta desconocido) le atravesaba con su torrente de notas. Y luego los I Musici: ¡Roll over Vivaldi! Piensas que ya conoces Las cuatro Estaciones y no. Hace falta también, al debilitarse el efecto de una dosis anterior, otra de recordatorio, como la de este viernes. Escuchamos electrizados, al borde de la butaca, las cuatro como si sólo fueran un única Estación, doce pistas de una secuencia que dura un año o una vida. Pienso si no serán todos ellos, Yerohkin e I Musici, los visitantes, sobre el escenario del Rioja Forum, iluminado como por una nave nodriza. O por Santa Cecilia, mártir y concertista.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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