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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

¡Ay, Verónica!

Yo no cuento nunca historias de mi mili, excepto ésta: en la primavera de 1988, la semana anterior a la Santa, yo me encontraba de permiso en Sevilla. Me quedaban aún unos pocos días de Campamento en San Fernando, Cádiz, lo que suponía estar ya con un pie en Melilla, mi destino. Yo tenía 27 años y varias prórrogas. Desayunando, de civil, en un Café de las Sierpes, café con leche en vaso largo, como en Madrid, y barrita untada con mantequilla, leí en el periódico que en el Teatro Lope de Vega se representaba hasta el domingo ¡Ay, Carmela! Yo ya estaba muy envenenado con el teatro. Y desde luego con el teatro de Sanchis-Sinisterra. Porque entretanto iba prorrogando, en los primeros Festivales de Teatro de esta ciudad, ya había visto su Ñaque, o de piojos y actores, para no olvidar (¡Ay, Carmela! era otro ñaque, claro). Salí del Café a paso ligero ­–de algo tenía que servir la instrucción– en dirección a la Pensión donde me alojaba, que era como sacada de una comedia de los Álvarez Quintero. Su patio, su pozo, sus puertas verdes. La idea era ponerme el ‘traje de bonito’ por si podía dar una idea de mi circunstancia y mover a compasión. De cara a la taquilla, me refiero. Salí pitando hacia la Avenida de María Luisa, donde está el Lope de Vega, dispuesto a llorar, arrastrarme o lanzarme a fundir la ultima transferencia de casa en la reventa. Al final sólo tuve que –aunque no me gusta nada, ya digo– contarle mi mili a la taquillera y alejarme un metro para que comprobara mi aspecto. Y me soltó la última localidad del Teatro, para esa misma noche. Arriba del todo, en el Paraíso, que lo sería de verdad, porque abajo, en el escenario, Carmela era Verónica Forqué. Y Paulino, José Luis Gómez. Se turnaba con Manuel Galiana en el papel, según la (doble) sesión de tarde y noche. Y esa noche le tocaba a Gómez. Era la primera vez que iba a ver en vivo a Verónica Forqué, a la que adoraba por una trilogía cinematográfica: la Cristal de ¿Qué he hecho para merecer esto?, la Chusa de Bajarse al Moro y la Ana de La vida alegre. Su gracia, su estado de gracia, era el de una Shirley MacLaine: una dulzura sexy, una comicidad trágica, una elegancia apayasada. La cómica Carmela era ella, desde luego. Como del Teatro me tendría que ir directo al autobús que me devolviera a San Fernando, fui también uniformado a la función. Y de esa guisa me subí al Paraíso. El Lope de Vega de Sevilla estaba recién restaurado, gracias al bendito plan del MOPU de reforma de los teatros públicos. Fue un destino extraordinario para Carmela, el personaje, el que lo tocara reinaugurar muchos de estos coliseos rehabilitados. Pura justicia poética: Carmela, que se había hecho corrales, plazas, tabernas y teatros de mala muerte (tan mala como la suya). Sin ir más lejos, ése teatro en el que se desarrolla el drama, y que, como el resto de la acción, ‘no’ ocurre en el Belchite de marzo de 1938. Carmela, en los años ochenta, en España, inauguraba teatros públicos. Y allí estaba yo, en el Paraíso, vestido de soldadito, convertido sin saberlo en uno de los figurante de la función, a medida que ésta avanzaba. Figurantes a los que se dirigían Paulino y Carmela: los italianos, los polacos, los milicianos. Soldados. Yo, en la distancia, no le quitaba ojo a Verónica/ Carmela. E iba de escalofrío en escalofrío. Hoy, incluso, aquel escalofrío se reconstruye cuando pienso que Carmela ya estaba muerta, y la vez no muerta, y que regresaba en cada función. Sobre todo, me sobrecogieron las escenas del doctor toquemetoda, en el que personaje, la mujer Carmela, sufría una humillación insoportable; la escena del desnudo, desprendida de la bandera republicana, con el cuerpo expuesto, en bragas. Y la lección final a los polacos también muertos, enseñándoles, desde la embocadura del teatro, a decir España, Aragón y Belchite. «Por lo menos, así ya sabréis decir dónde habéis muerto». Y hasta el Oscuro Final. Esa función, con Verónica en batería, es una razón de la existencia del Arte Dramático. Y me fui al autobús, de soldado, con Verónica/ Carmela de madrina.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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