Comienzo a escribir esto –lo digo como si fuera un diario de campaña– el viernes por la tarde, cuando se anuncia un ataque directo sobre Odessa. Desde hace una semana, todo lo que escribimos o decimos tiene la urgencia y la provisionalidad de un diario de campaña. Nos despertamos con el parte de guerra de lo acontecido la noche anterior, en Ucrania; temiendo lo que puede suceder a la luz del día, y temiendo lo que pueda suceder a la noche siguiente, hacia la que corren, celéricas, las horas. En las guerras se va de noche en noche, todo es noche. En la televisión de campaña, pues, veo, una imagen de la escalera de Odessa, de la escalera de El Acorazado Potemkin, de la escalera de las escaleras: de la Escalera. El espacio que mejor ha contado en el cine una tragedia, la Tragedia. Sólo aparece en la televisión una línea, la superior, la de su primer descansillo, de los diez que tiene, la que traza el horizonte sobre el Mar Negro. Tras esa línea, se abre un abismo vertiginoso que se hunde en la memoria de unas imágenes por las que transcurre una secuencia de coreografía infernal, que resume, que graba, que pauta, que filma, que pinta, que esculpe el orden cerrado de la laceración que somos capaces de infligirnos la especie. Sólo veo en la pantalla esa línea de la Escalera, mientras el gobierno ucraniano anuncia que en horas, los cosacos de Putin podrían entrar en la ciudad. La línea me parece un telón que podría estar a punto de levantarse de nuevo para desplegar los 192 escalones que compusieron en 1925 una cinta mecánica, un stacatto pesadillesco del horror y de la represión. Eisenstein articuló una pieza, una acción, que desde hace décadas es indistinguible de un documental, de la realidad. Y a la vez de un sueño con todas las características más desasosegantes del sueño: los 192 escalones podrían ser 192. 000 escalones; se reproducen, son infinitos. La cámara, el montaje, y en sus costuras los personajes y los espectadores, descienden, descendemos, incesantemente. Y volvemos a subir, porque la Escalera no tiene fin, no tiene fondo. Es un siniestro continuo, agotador. Pero a la vez parece que nada avanza, que no acabamos de caer. Y la descargas, que son una cortina de disparos, sin embargo no suenan. El silencio del cine de 1925 convierte en atronadores los disparos de los soldados; amplifica el aullido de la madre con su hijo muerto en sus brazos, atravesado por las balas; logra que escuchemos, hasta hacerlas ensordecedoras, las ruedas del cochecito con el bebé; así como su llanto. Y todo esto mientras la maquinaria interna e invisible de los 192 escalones remueve por dentro los bloques de piedra arenisca. La Escalera se comprime y se despliega. Los soldados descienden y reeditan su descenso. Y sólo un plano general desde lo alto de la escalinata, justo en el punto en que la televisión mostraba ahora el puerto de Odessa, se ve la totalidad del escenario, con el mar al fondo. Y parecía, en El Potemkin, que una vez consumada la masacre, toda la Escalera se ocultaría, tragada como el escenario de una ópera. Un gigantesco panteón. Dejando la mirada del espectador como un campo de batalla arrasado. Y esta noche, cuando escucho noticias sobre Odessa y vuelve a resurgir la Escalera en pantalla, se me aparece, se reactiva, inevitablemente el fantasma del pueblo barrido, en sus incontables escalones y descansillos, por las armas de un nuevo zar. Y pienso que esta vez un dron sustituirá a la teoría del montaje de Eisenstein, y que los planos que en ésta desglosaban los rostros y elementos de la tragedia –ojos, manos, bocas, pies– serán sustituidos por un óculo electrónico, omnisciente y distanciado, que mirará desde arriba la Escalera y a sus figuras. Todas las guerras, la Guerra, son como la escalera de Odessa, como en El Potemkin, como en Ucrania: no sabes desde, cómo y dónde se desbocan y hacia dónde se precipitan. Sólo sabemos que son un pozo oscuro que emerge y traga. Una fauce. Acabo de escribir esto ayer sábado y no sé ahora mismo qué estará pasando hoy domingo, cuando ustedes lo lean. Pero vuelven a la memoria, y –ójala no– a los 192 escalones, un coro de civiles amenazados.