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Bernardo Sánchez Salas

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Mi reino por un bolso

Isabel II fue metiendo un siglo en bolsos. En pequeñas diócesis. Y a ella misma. Sus pensamientos, emociones y ejecutoria. Sólo el día en que su colección de bolsos se desclasifique, empezaremos a saber quién era realmente. Esos bolsos, aparentemente modestos, como de outlet, podrían haber sido ingeniados, al tratarse de un instrumento altamente inteligente, por un ‘Q’  –siempre al servicio de su majestad– para custodiar en su doble fondo secretos de Estado y de estado. Ahora cabe imaginarlos almacenados en un lineal de la armería del Servicio Secreto Británico. Y es que todo ha ido archivándose ahí, bolso a bolso. Cada uno de ellos constituye una caja negra –un modelo Traviata Launer negro, en concreto– que atesora, al día y al bolso, información desde 1952 hasta 2022, encriptada. Sellada con un cierre de bolitas de plástico o de nácar. Como los monederitos de la señorita Pepis. Donde otras usuarias guardaban una polvera, una pitillera o un pintalabios, Isabel II guardaba conversaciones privadas con Churchill, Diana de Gales o el oso Paddington. Isabel II eligió un bolso de mano para atravesar la Historia como si fuera de compras por Oxford Street. Un complemento corriente. Al modo de un tercer brazo, testigo y secreter. Para asegurarse de que aquello que no quedara en su memoria, quedara salvaguardado en el backup de su bolso, pegado a ella, como si llevara un micrófono o una microcámara. Isabel II ha sido la única monarca con un bolso como corona. No me extrañaría que, en breve, su primer Traviata encontrara su ubicación final junto a las joyas de la Corona, en la Torre de Londres.

Para reinar, Elizabeth Alexandra Mary se disfrazó, pero no de reina. La estrategia de que se sirvió era en vez de parecer la reina parecer la señora que iba a visitar a la reina, con su bolsito de calle, a tomar el té, chafardear los tabloides y… hablar de la reina. Vestida como una señora de las comedias de la Ealing de los años cincuenta. Con su mismo aspecto de clase popular, como si acabara de salir del vecindario de Pasaporte a Pimlico, por ejemplo. O haciéndose pasar por la tía Elizabet, o por la tía Agatha. En su última aparición, saludando a la nueva primera ministra, era ya la señora Wilberforce de El quinteto de la muerte. De hecho, Buckingham pareció siempre –en versión casoplón– como esa vivienda fuera del tiempo, cerca de la Estación, a punto de ser rodeada por nuevas edificaciones, en las que vivía Louise Wiberforce, tras la guerra. Al no desprenderse Isabel II del bolso, daba la impresión de que la habían pillado, quién fuera, un Papa o Paul McCartney, a punto de salir de casa, y que sólo tenía un ratito para atenderles. Y se sentaba, sin soltar el Traviata, ya como con un pie en la calle. Esa especie de provisionalidad, de que estaba para salir y no esperaba visitas, ha sido clave en su permanencia decana. La veías el otro con Liz Truss y no se sabía si era un despacho oficial o iba a sacar del bolso un billete de cinco libras para darle la paga. Un extraterrestre, en fin, que viera fotografías de las recepciones de Isabel II, se preguntaría quién era esa señora del bolso, que se trataba con todos los notables de los siglos XX y XXI, incluido James Bond. No costaría nada ahora, por cierto, gracias a la imagen virtual, realizar cameos de Isabel II en películas o informativos; o que incluso su holografía siguiera recepcionando a mandatarios y celebrities.  En el bolso le cabría un disco externo con la información digital necesaria.

Isabel II falleció el jueves, pero tuvo días peores. Cuando esto sucedía, metía el día en el bolso de turno. Lo guardaba en el armario y a la mañana siguiente buscaba un bolso nuevo, todavía vacío, para colgárselo de la flexura del brazo izquierdo, durante décadas la viga maestra de su reinado.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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