Me doy cuenta de lo rápido que pasa el tiempo cada vez que el ordenador me recuerda que no he actualizado su disco externo hace diez días y sin embargo a mí me parece que lo actualicé hace dos, como mucho. Pero no: hace ya diez. Y en medio ¿qué ha pasado? ¿Y esa brecha entre días? ¿Dónde he estado yo en todo es tiempo, o ‘no tiempo’? Sale el aviso en un corner de la pantalla y me lo advierte: que no estoy actualizado. O más bien me lo demanda. O más bien me lo amonesta. Y tengo que meterme en las preferencias del sistema (las suyas, claro) y activar su máquina del tiempo. Y así va esto. En general. Con una máquina del tiempo gestionada por un algoritmo loco. Todo galopa de diez en diez aunque a ti te parezca que no, que son menores los intervalos transcurridos. Los aparatos de los que nos hemos rodeado nos recuerdan continuamente la fugacidad de los días y, sobre todo, que hagamos lo que hagamos nunca estaremos suficientemente actualizados. O que no se puede estar actualizado sin interrupción, como tampoco ser sublime sin interrupción. Ahora mismo, usted puede creer que está actualizado, ¿verdad?, pero si mira cualquier dispositivo con uso de razón digital le replicará que de eso nada. Su actualización ya no es actual. Pasa como cuando te preguntan la hora, que –por hacer una gracia– intentas decir la entera, los minutos y hasta los segundos, pero cuando quieres numerar el segundo en el que te encuentras ya no es tal, porque el reloj está ya en el siguiente segundo. Nunca puedes actualizar el segundo en el que vives: será siempre el siguiente, una fracción escurridiza. Total: que el no estar actualizados es nuestro estado natural. Igual no éramos conscientes de ello, pero para eso hemos inventado los cerebros electrónicos, que nos llevan siempre una cabeza. Nunca mejor dicho. Los ordenadores, los móviles, las tablets, las smart tv, los relojes de pulsera multiuso tienen como principal objetivo el crearte la ansiedad de una desactualización crónica: no ha actualizado usted el disco externo (lugar opaco donde hemos externalizado nuestra memoria), ni su espacio en la nube (con lo que podrían realquilar tu sitio en ella; es como si alguien fuera a ocupar tu plaza de aparcamiento, o a desahuciarte del trastero, o a poner en la calle los muebles que tienes en el guardamuebles), ni su software, ni las mil y unas cuentas que no sabía usted ni que tenía, ni los programas, ni las licencias, ni los passwords; ni ha hecho caso, en fin, a las varias actualizaciones que ya tiene disponibles (se pueden a llegar a actualizar ¡solas!, por la noche, con tal de dejar el dispositivo enchufado a la red, pero ¿quién se fía de lo que puede pasar a lo largo de la noche en el intestino de un dispositivo, si no sabes ni lo que lo sucede dentro de tu frigorífico cerrado, y ni quieres saberlo?). Y si vamos sumando desactualizaciones, el escenario inmediato es la atrofia, la marginalidad. No me extraña que en TVE, que es un organismo público, exista un programa que se llama Comando Actualidad, porque este sí es no es consiste en una guerra de guerrillas contra la armada del tiempo. Y su ministerio. El cantante Raphael ha venido a certificar todo esto cuando el viernes afirmaba en la prensa: «No quiero seguir siendo aquel. Tengo que actualizarme». La lucha que libramos en esta era de la velocidad comprimida es cómo dejar de ser aquel, con lo que éramos, y el presente (un suelo más deslizante que nunca) del yo actualizado. Es –y Rapahel lo vivió en carme propia–el debate entre Jekyll y Hyde. Y nada, que en consecuencia me he dado cuenta ahora mismo, en el momento de ponerme a escribir este artículo, que con toda seguridad tampoco estará actualizado, porque los temas, a la altura de los domingos, están ya desfasados. Piénsese en el calendario de la guerra de Ucrania, que es siempre un día más del que se calcula. Entonces, que estoy pensando en presentarme a la plaza de equilibrista del Circo Holiday de Alcanadre. Es una forma de huida hacia arriba.