Cuando ya dábamos por agotados los ismos y sus post, irrumpe el post-vandalismo. Una corriente, amplificada por el webismo (las redes), consistente convertir en dianas selectivas de cierto activismo climático (no todo) piezas del universal artístico. ¿Y cuál es el resultado de estos actos post-vandálicos? Me temo que contraproducente: de entrada, el acceso a los museos va a multiplicar los controles aeroportuarios para reducir al límite el aforo, pues hará falta una taquilla por visitante para dejar hasta la muda antes de ingresar en la sala, que habremos de recorrer en pelota y con las manos en alto (y qué quieren, a mí me daría cosita que me viera así la joven de la perla); las obras se van a blindar en catafalcos de cristal anti puré, y de salida, muy importante, lejos de mejorarse en absoluto la situación climática, en estado crítico, la causa en contra de su degradación va a quedar muy perjudicada, literalmente emborronada, al verse asociada a este gamberrismo para la galería. Porque, además, ¿qué será lo siguiente en la vanguardia post-vandálica en nombre del clima? ¿Arrojar ketchup el escenario mientras se interpretan las Cuatro estaciones de Vivaldi o La consagración de la primavera de Stravinsky (como si no hubiera sufrido bastante ya cuando se estrenó)? ¿Grafitear la escenografía de una representación de El jardín de los cerezos? ¿Llenar de yogur las pantallas donde se proyecten obras maestras del paisaje como, no sé, Dersu Uzala o Memorias de África? Este post-vandalismo, a mi juicio, se basa en dos graves errores de concepto: la culpabilización indiscriminada del espectador y el no considerar el arte como parte del clima. No se puede dar por supuesto que quien contempla Los almiares o Los girasoles es un burgués desalmado, emisor compulsivo de carbono o petróleo e insensible ante la contemplación de la deforestación o del derretimiento de los glaciares. Porque es muy posible que el visitante llore ante ambas cosas (vi llorar este año delante de algunos Turner en el MNAC de Barcelona, yo mismo lloré) y que una le comprometa y le lleve a la otra. Porque es muy posible que el visitante, ya muy de vuelta de la sopa Campbell y demás merchandising, albergue, en cambio, como el que más, los mismos temores sobre la catástrofe climática y que incluso sea militante al respecto y, aún más, lleve ahorrando mucho tiempo para –una vez en su vida– ir a Londres o a Postdam a ver ciertas naturalezas pintadas como quien va a ver un parque natural. Porque ésta es la segunda: el arte forma parte del clima, micro y macro, y de nuestra sostenibilidad mental y emocional. El arte ayuda al reconocimiento del mundo. Y muchísimas de sus obras a respetarlo en mayor medida. Habitamos también en el ecosistema del arte. Nos contenemos en su tela. Conforman nuestra vida, la diurna y los sueños, la luz y la textura de sus pigmentos, del tiempo que comprende. No entendemos nuestro pasar sin ese lienzo paralelo, tramado con puntos como segundos, como reflejos, como latidos, como sonidos. Somos impresionistas (e impresionados), por naturaleza. Y nadie tiene derecho a emborronar la tela. Es un acto improductivo, injusto y abusivo. Crea, en definitiva, un mal clima. Por lo mismo, también deberían pensar muchos de los que estos días se han declarado fascinados por esta corriente post-vandálica, sobrevalorándola como dadá o punky o performance, en cómo reaccionarían ellos si un extraño arrojara sobre uno de los cuadros que cuelgan de los pasillos de sus casas –objeto de su aprecio y cartera, supongo– un plastón de leche condensada, por ejemplo, y luego se quedara el extraño prendido al gotelé hasta la llegada de un cirujano. ¿Que delante de un Van Gogh o de un Monet o de un Vermeer te quedas pegado? Eso ya lo sabíamos. Pero existen otras formas de ser miembro adherido al museo sin recurrir al pegamento instantáneo, que luego además es un despelleje.