¡Cómo ha cambiado la zarzuela! Me parecía el otro día escuchar a la Libertad guiando al pueblo (madrileño) invertir, en esta ocasión, la letra del dúo de don Hilarión y el Sebastián en la muy madrileña Verbena de la Paloma: «Hoy las ciencias retroceden, que es una barbaridad. ¡Es una brutalidad, una barbaridad!». Advirtiendo que tras la alerta sobre el cambio climático sólo anidaban los agentes del comunismo, esos cansinos históricos enemigos del consumo. Y, de dar crédito a este discurso, me estaba yo imaginando, en plan McCarthy, una lista de “comunistas” que han entorpecido a lo largo de los siglos la libertad de mercado, de movimiento y de credo, y han saboteado los barriles cerveza para caña. Como, por ejemplo, un Copérnico, que osó darle la vuelta a todo, el tío, y sostener que el centro del universo ¡era el sol!, cuando de toda la vida se sabe que es al contrario, y que es el sol el que orbita alrededor de la tierra. No hay más que verlo (con gafas de sol). Y aún peor: que la tierra rota sobre sí misma como una pelota tonta. En fin, absurdeces que sólo un comunista irreductible puede concebir. Pero qué dejamos, entonces, para un Galileo, que desafiando el sentido común y lo que es de cajón no se lo ocurrió otra cosa más que eso de que la tierra no es plana, sino redonda. ¡Redonda!, dijo, con todo lo que tiene de absurdo el pensar eso, pues andaríamos boca abajo y nos caeríamos; vamos, ideas de bombero retirado que sólo caben en la cabeza de un comunista recalcitrante y estafador. Ya sólo con estos dos enemigos del tardeo la vida se nos empezó a complicar de una manera increíble. Pero hay muchos más: ¿qué me dicen de un Servet, madre mía, que cuando todo el mundo sabía perfectamente cómo había que respirar, porque esto es algo que se hace sin pensar, y que la sangre fluía a través de los ventrículos, va y le dio por cambiar el sentido de la circulación de la sangre asegurando que ésta tenía lugar a través de los pulmones? Sólo un comunista sin corazón puede divulgar semejantes teorías, que nos hacen, además, hiperventilar y nos producen taquicardia. He aquí otro conspirador contra el libre pensamiento. Ningún favor, desde luego, hicieron, si seguimos pensando en bolivarianos de la probeta, un Pasteur, y su teoría microbiana, y su afán vacunador; tanto tiquismiquis antibiótico, que es que no puedes salir de casa porque todo te infecta, y te ves confinado y cautivo, completamente aislado del mundo libre. O en agitadores de la mecánica celeste, del tipo Poncairé, que nos puso a los pies de los caballos de la teoría del Caos, sin necesidad alguna, porque para qué tanto lío asintótico u homoclínico. Lío típico de una mentalidad comunista dispuesta a confundir al personal y, como Fu-Manchú, dominar el mundo. Y he dejado para el final, a auténticos némesis de la libre circulación de mercancías. Ahí tienen a un Newton, mordiendo también la manzana del confusionismo (¡ése es el verdadero pecado original!), haciendo añicos la luz o enfangándose en la viscosidad de la mecánica de los fluidos o haciendo de un binomio un teorema. Qué ganas. El caso es no dejar nada en paz. Y ahí entra un Darwin; o peor, el darwinismo, que nos convirtió en el planeta de los simios, por razón de una teoría de la evolución inspirada por el antihumanismo comunista y su oposición enfermiza a la apertura de los comercios los domingos. Y la palma se la lleva Einstein, claro, que para socavar nuestras certezas hizo apología de la relatividad y, para consumar la faena, curvó el espacio. Un bolchevique, vamos. En consecuencia, habría también que prevenir contra ideologías herederas del comunismo, tal que la pasteurización, el electromagnetismo, la geometría diferencial, la electrolisis, el cálculo infinitesimal, el fatalismo, el subconsciente y el cógito. Y denunciar sus checas: la campana de Gauss, el triángulo de Pascal y, en general, todo el espacio euclídeo.
Qué barbaridad.