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Bernardo Sánchez Salas

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Levadura patria

Uno de los elementos más republicanos de Francia es la baguette. Francia, la Francia que amo, es Arte y Ensayo más baguette. La propia baguette es, a diario, arte y ensayo: panguardia, con ‘p’. Incluso la nouvelle vague comenzó gracias a una panadera de Monceau, la de la película de Rohmer. De hecho, si van a buscar hoy en París, Rue de Saussure 15, aquella panadería mítica encontrarán, en su mismo hueco, un atelier de arte contemporáneo. No todo está perdido. La ministra francesa de cultura, Rima Abdul Malak afirma –podía ser ya por esto, pero también por otras muchas más razones– que la baguette es un “acto cultural”. Y no cabe duda que el primer museo que abre cada mañana en Francia, en cada localidad francesa, es la boulangerie (la Orangerie, en cambio, abre un poco más tarde, aunque también alimenta con su perfume de nenúfares). Una bastilla de baguettes, en vertical, recién salidas de un alfar de miga, aguarda a los visitantes madrugadores y fidelizados desde el siglo XVII. Piezas todas únicas, bañadas como en… pan de oro. Es una instalación diferente en cada amanecer, bruñida entre la noche y la madrugada. Arte comestible. Y por tanto, efímero; tan efímero que muchas mañanas no llega hasta casa. O llega menguada o totalmente consumida por el camino. La baguette es un vademecum. Y democracia. Una democracia panadera, de masa madre de un país. Hay una fotografía maravillosa de Robert Doisneau en la que un niño corre feliz por la calle de un París de los años cincuenta llevando bajo el brazo una baguette. O quizá es la baguette la que lleva al niño, porque puesta en pie sería más alta que él, y su sombra en el suelo más larga que la sombra del niño. En manos de este niño, la baguette podría ser la cuerda de un globo. Y en otras ocasiones, la baguetteen ristre o abrazada o en bandolera podría ser otro concepto: báculo, lanza, guion, puntero, remo, vara, regla, antorcha, cirio, tronco, batuta. La baguette es una barra multiuso y la aguja que orienta la brújula de la jornada. La baguette nuestra de cada día recuerda a los ciudadanos que la revolución permanente pasa por el obrador de esa levadura cotidiana, mezclada con harina, sal, agua y savoir-faire. La baguette es un galicismo universal. La Unesco la declaró en noviembre del año pasado Patrimonio de la Humanidad. Y lo es porque nuestro mejor patrimonio como humanidad se sustancia en la sencillez, en la sencillez sabia, como la del pan y su lingote áureo la baguette. Y existen pocas cosas que recuerden un consenso más amplio y amasado (doce millones diarios de devotos de la baguette, sólo en Francia). Es suficiente con pensar en su color, en su olor, en su sabor y en su sonido (inconfundible, crocante) y ya sientes estar en la calle y en el mundo. Todas las mañanas del mundo. El mundo es lo que está en el exterior de la boulangerie. Constituye la baguette a la vez un patrimonio material –por su masa, ya digo– e inmaterial porque sostiene la cotidianidad, individual y nacional. Es una viga también. Emocional. Y una contraseña, de la Resistencia ante muchas cosas. La baguette supone una política de mínimos. Histórica, socialmente. Macron lo sabe, bien sûre, y ha tenido que librar estos días lo que muchos han llamado, atendiendo a la trascendencia del producto y del asunto, “la revolución de la baguette”. La baguette es una cuestión política, como no puede ser de otra manera. La más madrugadora. Una cuestión de mayoría absoluta cada día. Si se desestabiliza su precio por el acoso de la macroeconomía, se puede armar en el obrador. Una cosa es la inflación y otra la levadura.

Por eso, en fin, admiro (y me fío) tanto de algún amigo que en las comidas y en las cenas se ocupa y preocupa de elegir el pan, cada pan. Es lo que cohesiona el convite. Y un país, ya se ve.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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