Estoy poniendo el belén. Voy con retraso. El tablero es una plaza de provincia española, con bocacalles y salida a una calle medio principal. Una plaza como de finales de los cincuenta. Que la armo en papel de estraza, tiznado de gris. En uno de sus andenes se emplaza el centro del retablo: un quiosco evacuatorio. La pieza que encajo es, en concreto, la puerta de SEÑORAS. Y voy plantando las figuritas principales de la familia, que son: un tipo más bien bajo, cubierto por un chaquetón de cuero, pantalones de pana que le brilla del uso; calza unas botas de media caña y va tocado con un morrión. Se llama Plácido y es el padre. Acaba de comprarse un motocarro para trabajar y se le ve urgido por satisfacer la primera letra, no sea que le embarguen esa misma Nochebuena. Lo que le haría la pascua. Acabo de colocar, precisamente, algo alejado, como en un extremo del tablero, un castillo con las oficinas de la notaría y las del banco. Luego, la otra figurita principal es la de la madre, Emilia, ataviada con un mandil de labores. Y una niña de un año, Emilita, claro, que va envuelta en un saco con cremallera. En la figurita ya van juntas la madre y la niña. Y pongo cerca a Paquito, que es un niño de unos once años, el primogénito. Alrededor del cuello, Paquito lleva una bufandita que es de lana de verdad, y se le cae todo el rato y se la tengo que volver a anudar. Me pasa como con la cámara fotográfica de la figura de Quintanilla, un fotógrafo de encargo que –por orden de la Comisión de damas, un conjunto de figuras aparte– tiene que fotografiar toda esta campaña de Navidad, todo el belén. Lleva un abrigo y un sombrero negro. Y la camarita, que ya digo que se cae, dispara de verdad un pequeño flash porque la figura lleva una pilita. Cerca de Emilia fijo a don Emilio, su padre, que sueña con ponerse morado de besugo. ¡Ah!, al niño Paquito le suelo hacer unos bocadillos de jamón con plastilina o miga seca, porque piensa en hincharse de jamón si se cae de la cesta, que también la rehago cada año con cajitas forradas de papel de plata y botellas de chocolate. Y saco también a la Concheta y al Pascual, que se muere, el Pascual, de indigestión. Con la última mudanza se me han despintado un poco las figuras, que son de barro. Alrededor de la Plaza voy poniendo las casas principales donde transcurren los hechos. Tiene luz dentro. La verdad es que la escala no es perfecta. Por la puerta de la notaría no cabría Paquito. Luego pongo, separándolos entre sí, tres comedores: el de los señores de Galán (que también tienen figurita propia), el de los Helguera y el del dentista. Ya muy en las afueras, detrás de estos edificios, hay unos arrabales, adornados con tierra y serrín. Y sin luz. Porque así, lo que destaca en el belén es una vía de tren que lo rodea entero y por el que hago circular una locomotora y un vagón, de un tren eléctrico que tengo. La Estación de Ferrocarril es de mis piezas favoritas. Ilumino sus farolas y pongo una pancartita hecha con tela de sábana y en la que he escrito con un rotulador: “¡Bienvenidos a los peregrinos de la caridad!”. Y se preguntarán ustedes: ¿no hay cabalgata? ¡Claro! Atraviesa el tablero camino del quiosco evacuatorio y está formada por –ahora mismo la estoy enfilando–la Comisión de damas, la Banda de música, vespistas, unas chicas de la buena sociedad, ancianos, los de la radio, hombres y mujeres de traje regional, un coche de caballos con las artistas del cine, heraldos y maceros del ayuntamiento, pobres de suburbio, camilleros de la Cruz Roja con un perro mascota, una comitiva funeraria que se cruza y una camioneta de publicidad de las ollas “Cocinex”. Yo además, bordeo el tablero con una guirnalda de estas ollitas que he repujado con estaño. Éste es un belén mecánico, parcialmente: además del tren, está el motocarro de Plácido, que conduce la Estrella hacia la puerta de las SEÑORAS. No se me olvida que sobre la mesa tiene la familia «un infiernillo, un rollo de papel y un bote para propinas coronado por un elemental Portal de Belén», decía el guion.