Al principio fue el verbo. Es un supuesto evangélico, sí, el primer versículo del de San Juan. No por casualidad. Sino porque la Biblia, cada uno de sus libros, constituye una epopeya lingüística, un hito narrativo y una poética. El ‘verbo’; o sea, la palabra, el logos: discurso, razón, orden, el decir las cosas en orden. No estamos lejos de la idea de guion. Y del relato. Ahora que la condición para validar algo es que tenga un relato. La palabra: «Todo se hizo por ella/ y sin ella no se hizo nada de cuanto existe/ En ella estaba la vida/ y la vida era la luz de los hombres/ y la luz brilla en las tinieblas/ y las tinieblas no la vencieron», prosigue el prólogo de este evangelio. No es, tampoco, por casualidad que a la hora de imaginar el propósito rector de la deidad se pensara en el artefacto del verbo, de la palabra. La dicha, la verbalizada, la oral. No todavía la escrita. Si no –como en las filacterias de las pinturas medievales y al cabo del tiempo en los cómics, su descendiente– saliendo de las bocas. Al principio fue el boca-oído. Luego vinieron las letras, y a partir de ahí, «el infinito en un junco», como tituló Irene Vallejo. Pero el encantamiento, la seducción, la sugestión nacieron con la palabra expresa. La ficción se originó de viva voz, mediante la narración oral. Ahí radica la infancia del drama. Los cuentos se fabricaron para ser contados. Mejor en la oscuridad y su hermana la noche, a través de la cual el sonido de la palabra toma cuerpo, un cuerpo que a la luz del día, como les sucede a los vampiros (la palabra es vampírica, y vampiriza varios sentidos), se pulveriza. El que los padres lean cuentos a sus hijos antes de dormir forma parte de la nutrición emocional. Es no solamente un umbral de los sueños, sino una pedagogía para un buen despertar a la realidad diurna. Las palabras, enhebradas, entonadas, esculpidas en el aire son el origen de la fascinación por las historias, por los personajes, por la acción. No hay motor de acción como la palabra dicha, por una voz familiar o por una voz que siendo anónima se comporta como instrumento musical en manos de un virtuoso. Soy de los que les gusta ver las películas, no seré sospechoso de lo contrario, pero confieso que guardo, con una intensidad superior a la de asistir a una proyección, los días (quiero decir las noches) en los que, siendo yo niño, la vecina de mi abuela, en la calle San Juan (y no cambio de evangelio), subía a contarme, de ‘pe a pa’, las películas que no me estaba permitido ver por edad. Como cuando desde el pico de la cama escuchaba también los Estudios 1 de dos rombos. Viene todo esto a cuento –nunca mejor dicho– de que aprecio en estos últimos tiempos un repunte de la oralidad. De su música, de sus cualidades. En medio de un mundo de proliferación, cuando no de hipertrofia, icónica, con una Pandora de imágenes registradas mediante un arsenal de dispositivos o aplicaciones y reproducidas a saco en infinidad de soportes, texturas, mosaicos, pantallas y plataformas; de imágenes fabricadas, sintetizadas, producidas o post-producidas, por gracia del algoritmo, en 3, 4 ó 5 k., de una manera loca, invasiva, al modo de una cabeza borradora; pues en este magma de ruido y de furia multimedia y como un eco procedente de un estrato ahuecado en un tiempo arrasado (no en vano, el eco era considerado una imago vocis: la imagen de la voz), parece resurgir el fuero de la palabra. Ahora mismo, son tendencia los llamados podcasts narrativos, las ficciones sonoras, los cuentacuentos, los dramawalkers (uno, emocionante, en el logroñés barrio de San Antonio) o los audibles, para llevarlos pegados al oído, mientras corres, viajas o piensas. La palabra –el fenómeno que es, en la teoría y en la práctica– motiva ciclos y cursos. Actores y actrices que están en su secreto abarrotan salas. E hipnotizan a la audiencia. Hasta el oficio del doblaje ha conocido un sintomático repunte en este trienio de clausura y refugio en la conversación, cuando no en escucharse a sí mismo. El verbo siempre nos coloca al principio. Scherezade regresa en calidad de emprendedora.