Yo no fui alumno del Sagasta. Pero eso no quita. Entraba en ocasiones: a la Portería, a saludar a la madre de mi amigo Fermín; con mi novia, que sí que estudiaba allí, a escuchar conferencias en su Salón de Actos, bien una sobre los trilobites –ella iba para bióloga– o una, para no olvidar, de Azúa y Gil de Biedma, mano a mano, en la que éste detalló verso por verso cómo había escrito Pandémica y Celeste; a su mítica Biblioteca, a buscar algún libro antiguo –yo iba para letras–; a ver alguna representación de su grupo de teatro clásico; ¡ah! y a examinarme, eso sí, de la Selectividad, en aquel mismo salón de los poetas, los fósiles y el repertorio grecolatino. Era el tiempo de las carpetas historiadas. Y a votar, claro, cuando cursábamos Primero de democracia. Mis padres y mi abuela también votaron en sus estancias. Aún, años más tarde, ya al final, fui a tomar prestado para alguna Exposición (creo que la del centenario del Cinematógrafo) algún objeto julioverniano de los que se conservaban en aquellos grandes armarios acristalados, como del British, de los pisos superiores: que yo recuerde, un estereóscopo, un proyector de opacos y una linterna mágica. Objetos, todos ellos, de la misma edad del cinematógrafo, en la bisagra entre los siglos XIX y XX, y de la era del museo de reproducciones y de los animales disecados. Y un día también, hablando de imágenes impresas, pude ver las placas del doctor Zubía. Estas visitas tardías coincidieron, es curioso, con el inventario de las primeras vidas del edificio. A mí, que Bachillerato lo hacía en la Laboral, un edificio moderno de principio de los setenta, de ladrillo rojo y un piso de altura, me fascinaba del Sagasta, en el sentido espacial y cerebral, su dimensión unamuniana o machadiana. Era para mí el Sagasta, ya de antes, un horizonte familiar, prácticamente infantil. Lo veía siempre al final del repecho de la calle San Juan con el Muro del Carmen. Y sobre todo, era para mí, de niño, una especie de fortaleza que, en San Mateo, se veía rodeada y oculta por la Feria de la Flor y de la Planta: una foresta de película, de las de Tarzán o de Allan Quatermain, escenografiada con cascadas, estanques y puentes artificiales, y luces de colores y los primeros enanitos de jardín y plantas exóticas que tapaban las ventanas del Instituto. Me fascinaba aventurarme en aquella expedición cada año. También me gusta cuando sale en Calle Mayor; cuando don Tomás, el intelectual, el filósofo, mira el Sagasta desde la Biblioteca del Círculo, a través de las ventanas y le dice a Federico aquello de: «Hay más. Está el Instituto de segunda enseñanza». Y se entrevé al fondo, en la bruma del blanco y negro. Pero lo que más gusta del Sagasta, lo que me esperanza cuando lo veo, es que una arquitectura por y para la enseñanza, para formarse e interpretar y ver el mundo, está situada en el centro de la ciudad. Y no sólo urbanísticamente. Es una edificación que en sí misma constituye una ciudadela en el corazón de la ciudad. Es como si la ciudad fuese generada por el Sagasta y a la vez la ciudad protegiera al Sagasta, como un depósito de conocimiento primordial, destinado a los herederos del futuro. En su centro. Neurálgico, o sea: que atañe a lo decisivo, la transmisión de la ciencia y el placer del saber. Un centro. Educativo. La clave de una sociedad. Cuando viajo suelo visitar colegios e institutos como si fueran catedrales o museos. Escucho los ecos de las voces de sus pasillos, los timbres de inicio y fin de sesión, ¡perdón, de clase!, me asomo a sus Patios. Pues lo mejor del Sagasta, ya no es nada de esto que cuento, ya no nos pertenece a quienes podemos contar cosas parecidas o paralelas a las que acabo de recordar. Lo importante es que mañana lunes comienza a labrarse la siguiente memoria del Sagasta. La ciudad recupera mañana muchos metros cuadrados de vida joven y de inteligencia renovada. Y la ciudad vuelve a valer por dos ciudades. La primera lección de mañana ha de ser que las alumnas y los alumnos sepan en qué sitio están. Y que es suyo.