La noticia que esta semana da la vuelta al mundo (aunque no está claro en qué sentido) es que el núcleo de la Tierra está frenando y que por alteraciones en su eje podría haber comenzado a girar en rotación contraria a la corteza. Yo ya venía notando algo. Y me vienen recuerdos.
1.
Mi padre compró una bola del Mundo con luz dentro. Era la más grande que entrara nunca en casa. Teníamos otras, más pequeñas, de pasta, con el mapamundi impreso en bajo relieve. Como en braile. Las podías palpar con los ojos cerrados y adivinar al tacto qué país estabas contorneando con la yema de los dedos. Eran estas bolas más escolares. De mesa de profesor. Pero la de luz, la novedad, era maravillosa. Con todos los continentes y los océanos traslúcidos. Nos sentábamos en frente de una mesa con la flamante bola encima, como si nos colocáramos delante de la pantalla de televisión o de un gran dial de radio (que también era un mapa de frecuencias, recorrido por una aguja). Mi padre, con un poco de suspense mágico, le daba al interruptor y… ¡buaaaah!: se iluminaba el planeta azul. Entonces descubrí por qué se llamaba a la Tierra el “Planeta azul”. No le faltaba a aquella bola del Mundo más que música. Y se llegaba, claro, a entrever el centro de la Tierra. Era como un pequeño sol en su interior. Un resplandor fijo, que no variaba su posición aunque mi padre hiciera girar la bola para que el panorama del Mundo fuese completo. Vaya que si giraba ese mundo. Y gastando muy poca energía en su núcleo, que consistía en una bombilla de 125. No resistió mucho el centro: un día petó y no volvió a funcionar. Algún problema del cable. La bola quedó a oscuras, girando en la tiniebla. Al principio de todo. Sin vatiaje.
2
Un verano, de chaval, leyendo como cada tarde lo último que había salido en la Colección Historias Color de Bruguera. Texto en las impares más viñetas en las pares (latitud privilegiada para el lector). Una fórmula de vecindad narrativa por la que aprendías a ver y a leer. A ampliar la información de las viñetas con el relato, y a sintetizar el dinamismo del relato con las viñetas. Las de Verne me fascinaban –aún lo hacen– y esa semana había salido Viaje al centro de la Tierra. Todo comenzaba con el mensaje críptico del ingeniero y “audaz viajero” Saknussemm, que decía haber alcanzado su centro. Y luego el empeño, la aventura del profesor Lidenbrock (James Mason, luego, en la película), y de su sobrino Axel, dispuestos a desafiar las temperaturas infernales, ilusionados de ingresar en la atmósfera luminosa del núcleo. Una aventura órfica, sin retorno seguro. ¿Y qué había en el centro de la Tierra?: ¡un océano!, que Lidenbrock bautizó con su nombre. El centro de la Tierra era una inmensa bóveda celeste que cubría un mar habitado por criaturas del origen, y que comunicaba con un cráter a través del cual los expedicionarios y el lector salían propulsados mediante un sifón, como se sale de un sueño.
3
Y una secuencia de la película de John Ford Centauros del Desierto (1956). Y una de las más hermosas de la historia. Quizás la referencia más internada, tan cósmica como íntima, a la sensación de conexión con el planeta que llevamos dentro, y al motor dramático del tiempo. Ethan y su sobrino Martin Pawley pasarán cinco años buscando a Debbie, su sobrina, raptada por los comanches. En pleno invierno del primer año de búsqueda, ateridos por la nieve y sin pistas de Debbie, Martin le pregunta a Ethan si está seguro de que la acabarán hallando. Ethan responde: «Estoy tan seguro como de que la tierra gira». Y la sentí girar bajo la butaca del cine.
4
A mi padre, por cierto, le gustaba mucho Atahualpa Yupanqui, sobre todo cuando cantaba aquello de: «Porque no engraso los ejes/ me llaman abandonao./ Si mi a mí me gusta que suenen/ pa qué los quiero engrasaos».