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Bernardo Sánchez Salas

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Verdaderamente falso

Es un axioma entre los falsificadores de cualquier cosa que el certificado de autenticidad de una falsificación llega con el tiempo. Aunque sólo sea el certificado de falsificación auténtica, o de falsificación original. Algo que ahora mismo se considera una categoría. Y tasable. Que para que, pongamos, un falso Modigliani de Elmyr de Hory; un Modigliani de Elmyr de Hory, un verdadero falsificador, sea un Modigliani, y así se considere a todos los efectos y subastas, no hace falta más que que lleve mucho tiempo colgado, seguramente en las paredes de algunos de los más importantes museos del mundo. Cuando menos, este falso Modigliani acabaría siendo considerando como un auténtico falso Modigliani, o un auténtico Elmyr de Hory. No en vano, las auténticas falsificaciones de de Hory son ahora motivo de Exposición. Y bastante cotizadas, por cierto. Hasta el punto que no sería extraño que existieran en la actualidad falsificadores de las falsificaciones de Elmyr de Hory. La prueba de este boom del apogeo de lo verdaderamente falso no por casualidad en era fake–  es una noticia (real, parece) que hemos conocido por la prensa esta semana: se han vuelto a publicar, con vocación de best-seller, los falsos diarios de Hitler que la revista alemana Stern –ustedes recordarán el escándalo­– publicara en 1983, un tiempo de inocencia comparado con lo que ahora está cayendo. Pues aquel fraude, que ni siquiera fue vendido en su día como un apócrifo o un atribuido sino como un puño (nunca mejor dicho) y letra, ahora es motivo de una edición anotada, una especie de Hitler de Avellaneda. Y es, sin duda, un documento de la fragilidad de la verdad. Su título inaugura oficialmente el género de la posverdad: Los verdaderos falsos diarios de Hitler. Puede producirse la paradoja que –habiendo sido desenmascarados en su día, al cabo de dos semanas– haya ahora quien, pasadas las décadas y adaptados a la horma de lo falso, les conceda una patente de autenticidad, de verdadera falsedad: una frontera tan sugestiva como peligrosa entre lo verdadero y lo falso. Y es que, yendo a la mayor, hay cosas que no siendo verificables, por su acabado  –de una perfección perversa– merecerían ser verdad. Y, a la inversa, cosas que habiendo sido demostrada su vinculación con lo real, con lo fáctico, por lo burdo y cutre merecerían ser falsos (los papeles de Bárcenas, las grabaciones de Villarejo, el titobernismo). En general, la ficción es un fenómeno de autenticidad falsaria, o de falsedad auténtica, lo que no equivale a prevaricar (sí, desde luego en el caso de aquel fraude delictivo del supuesto manuscrito hitleriano), sino a preferir lo falso verosímil a lo verdadero inverosímil. Y no es un juego de palabras: esta deriva resulta tan acreditada como que ya en el siglo IV antes de Cristo, un influencer llamado Aristóteles, de nickname “el estagirita”, la instituyó, de palabra, sin papeles ni aplicaciones, en el peristilo de un liceo, alrededor de un estanque con nenúfares y seguido por un grupo de filósofos becarios que tomaban apuntes mentales y se quedaban con la cara del maestro. La Poética de Aristóteles, de hecho, consistió en pasar a limpio aquellos apuntes. Parece que tenía dos libros, uno dedicado a la tragedia, el que conocemos (imposible de olvidar, a poco que contraigas la mínima responsabilidad con el ejercicio de la ficción) y otro a la comedia, que no ha aparecido nunca, pero que bien podría haberlo escrito Umberto Eco y nos la hubiéramos creído a pies juntillas. O los mismísimos diarios de Aristóteles, que los hubiera clavado Eco, y que –no dudo– los hubiera firmado el propio estagirita. Eco imaginó incinerado el libro de la comedia (hasta aquí puedo contar). Al revés que Hitler y sus bomberos del Fahrenheit 451 que incineraron materialmente libros, a sus lectores y a sus escritores, para exterminar la cadena completa. A todo esto, la realidad actual, en fin, al contrario que la patente ficcional aristotélica, pertenece al género de lo verdadero inverosímil. No te puedes creer lo que ves o escuchas. Y a los hechos me remito.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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