Se acaba de estrenar en abierto, televisivo y electoral, la serie Vota Juan. Y a nadie se le pasa por alto la paralela. La oportunidad irónica. Al hilo del disputado voto: un clásico nacional de la cinegética de la papeleta. De hecho, para mayor cuadratura, la serie cumple una legislatura de existencia, pues su primera temporada data del 2019. Quien no la viera entonces, verá iniciar ahora a Juan Carrasco una trayectoria de la que, sin embargo, ya han sido publicados otros muchos episodios que parecía iban encontrando en el inventario corrúptil del momento la casuística y el aliento para el astracán político del personaje: Vamos Juan, Venga Juan. Secuelas anímicas. Era Vota Juan, no Vota a Juan. Juan, no solamente como nombre propio, sino como concepto: votar Juan. Es decir: una especie de juanismo, en el sentido (común, o del común) en que en América, por ejemplo, John Doe, viene a significar el ciudadano medio, pero también el anónimo, el cualquiera. Como si lo normal fuera votar juanismo, ¿y si no qué? En el sentido, en otro orden, pero participando de una misma generalización, en que Juan –otro, muy distinto– Antonio Bardem llamó a los protagonistas masculinos de todas sus películas Juan. Uno de ellos, el más memorable, pasó también por Logroño antes que Juan Carrasco. El Juan de Vota Juan a mí me sonó siempre, desde su aparición en 2019, al Gundisalvo de Mingote de 1971, y a su reclamo cualunquista: «Vota a Gundisalvo. ¿A usted qué más le da, hombre?». Entre aquel Gundisalvo de la predemocracia plebiscitaria y el Juan de la democracia actual se traza un arco político tensado –en lo mejor– por el humor, el de Mingote en su día y el de Diego San José y –desde luego– Javier Cámara, que crea y clava la viñeta del personaje con la misma precisión satírica y caricaturesca que una figura de las troqueladas por la orla maestra de la comediografía española, en papel o en cinta. El gundisalvismo se manifestó en 1971, en las páginas de ABC, y no por casualidad, sino también en el contexto de unas elecciones: la de Procuradores a Cortes por el tercio de Representación familiar. Tuvo escasas apariciones el cartel electoral de este señor de negro entre castizo y ministerial, pero siempre consistía en la misma contradicción en términos: su rostro, uno de esos magistrales planetas mingotianos, en el que la misma línea trazaba desde las gafas a la papada pasando por el bigote, aparecía impreso bajo un eslogan que era enmendado por el emplazamiento o por otro eslogan. Ejemplo: «Por una administración más eficaz, VOTE A GUNDISALVO… de 12 a 1 y de 4 a 5». O «¡No más contaminación! VOTE A GUNDISALVO», y la furgoneta de Campaña aparecía envuelta en el tufo del tubo de escape. El gundisalvismo se quedó, como un fijo. Tras las primeras elecciones democráticas y en el andén del cine de la llamada “tercera vía”, José Luis Dibildos, el propio Mingote, Pedro Lazaga y el actor Antonio Ferrandis –transcripción aproximada del dibujo original– rehabilitaron al personaje en la película Vota a Gundisalvo (1977), y con un perfil: constructor acaudalado y candidato a senador por el Partido Concordia Española. Y ahí, Gundisalvo entraba en otra fase: de partidos (el contrincante era Coalición Democrática Homologada), una ala Oeste grotesca (se dan un aire los asesores Julio Pedraza de Gundisalvo y el Víctor Sanz de Juan), corruptela, rijosidad y, en general, un tipo de comedieta política a dos pasos de las coetáneas de Mariano Ozores, tipo Alcalde por elección (1976) o El apolítico (1977). Todas ellas tendrían hoy un pase complicado incluso en Cine de Barrio. Hay, en fin, en el Juan de 2019 a 2023 una suerte de refundación de un gundisalvismo crónico, intrahistórico. Véase como, además, el vínculo entre la política y el humor en España es un dato, aunque dramático, cuando esta semana, tras arrojar la portavoz de Adelante Andalucía un puñado de arena sobre el escaño de Moreno para denunciar el futuro de Doñana, el Presidente de la Cámara le amonestó con «¡un poquito de por favor!». Y es que: ¿a usted qué más le da, señoría?