Pocas metáforas tan gráficas de una resurrección como la de los estrenos cinematográficos del Sábado de Gloria, y en segundo día, del Domingo de Resurrección. Para los que no lo recuerden o no lo vivieran, decir que se denominó así en España, durante décadas, a los estrenos cinematográficos que se producían –tras el velo cuaresmal– el sábado santo. A la inversa, pocas metáforas tan gráficas del cine como la ocasión de un día de salida de la cripta, de imperio de la luz (como ha titulado Sam Mendes su maravillosa película, estrenada, por cierto, el sábado anterior). Alguien, un niño creo recordar, dijo una vez que el cine consistía en ver andar a los muertos. ¡Aleluya, pues!: ¡el cine! Si bien era un efecto producido por un estado previo de silencio, cierre, de vigilia en muchos sentidos y de telón echado, de temor en definitiva, el cine demostró en esas circunstancias, como en pocas, su cualidad liberadora y luminosa, de reencuentro con la vida, con el color (el “glorioso technicolor”, así calificado), con el sonido. De escotilla. Eran muy esperados los estrenos del Sábado de Gloria, tanto como la propia Resurrección, que lo era también de la pantalla; y sobre su lienzo, de los temas del siglo, a posteriori de las historias de los tiempos de Cristo (como se anunciaba, Ben-Hur, por ejemplo, gran película, de cualquier modo y época). Los esperaban los aficionados al cine, las distribuidoras, las cafeterías, los dueños de las salas. La taquilla también resucitaba ese sábado. Y ascendía del todo el domingo. Una pascua cinemática, Se declaraba, ars gratia artis (lema de la Metro), una primavera generalizada. De hecho, Radio Barcelona llegó a instituir a mediados de los 60 los Premios de Teatro y Cine “Domingo de Resurrección”, con el propósito –cito por la prensa– «de revalorizar la fecha tradicional que representaba para el espectáculo el antiguo Sábado de Gloria, salutación del ambiente artístico a la primavera». Y lo que representaba era –es difícil hacerse una idea ahora mismo de todo aquello– que en una misma tarde-noche de un Sábado de Gloria de principios de los 50, pongamos en Logroño, abrieran cartelera doña María Guerrero con su gran Compañía de Alta Comedia en el Bretón (también el teatro aguardaba para resucitar ese día), a la vez que en los cinemas de la ciudad coincidían Moira Shearer y Ludmila Tchérina con Los cuentos de Hoffman en el Rialto, Alan Ladd y su Legión del desierto en el Moderno y Lola Flores con su Pena, penita, pena en el Frontón. «¡Atención a los espectáculos del Sábado de Gloria!» rezaban los programas de mano de las empresas. Cada espectáculo era calificado, como poco, de «el más sugestivo, atrayente y bello», «sensacional estreno en technicolor» o, sencillamente, «colosal». Gloria bendita, desde luego. Los estrenos del Sábado de Gloria eran en España casi un género cinematográfico. Participaban, en cierto modo, de un fenómeno muy característico de nuestra sociedad y –en consecuencia– de la cartelera que nos había tocado: la larga espera a lo que tenía que llegar o haber llegado y no llegaba nunca o tardaba años. A causa de la guerra, la doméstica o la mundial, o –en gran y prolongada medida– por la censura. Los espectáculos del Sábado de Gloria eran el final –no total, en absoluto– de un adviento fílmico. En un Sábado de Gloria, por citar algunos títulos míticos, se estrenó ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, y ya en el tardofranquismo y la tardocensura, en el punto de deshielo del arte y el ensayo, con un retraso resureccional de años, pues Amarcord, o El conformista, o Belle de Jour. O, ya que estamos en Buñuel, Viridiana, un mismo 9 de abril –como hoy– pero de 1977, ¡con dieciséis años de demora, proscripción y silencio administrativo!: el mismo nueve de abril que se legalizara el PCE. Qué fiebre aquel sábado noche. Viridiana llevaba en su interior, en la cabeza de Buñuel, los extremos consecutivos: la ‘rompida ‘de la hora del viernes santo de su pueblo, la tamborrada telúrica y nocturna de Calanda y un Aleluya de Haendel que rompía el retablo de la cena de unos pobres sin pena ni gloria.