El cierre de una buena historia (de ficción y de las otras) es siempre provisional. Es el final que los autores tenían más a mano, o era el más rápido, o el que convenía. El final… mientras no se demuestre lo contrario.  O aparezca el auténtico. Porque unos días o unos años o unos siglos más tarde, de pronto, algo, alguien (incluso el propio autor), lo que sea, enmienda aquel final, o lo rectifica y te lleva más lejos o sencillamente lo desmiente. Y se revela un lado no declarado del desenlace. No en vano, alguna película concluye (o sea, no concluye) con un ¿THE END? El final siempre hay que ponerlo entre signos de interrogación, o entre comillas. Merece ser investigado. Tienen siempre todas las tramas algo de inacabadas; y son de parte. Hace unos meses, Pepitas de Calabaza publicó Regreso a la calle Mayor, un guion nunca rodado en el que Juan Antonio Bardem, que cerró aquella historia en 1956 tras unos visillos y la lluvia, volvía a visitar la calle y la ciudad, concretamente Logroño, para aclarar el destino de Isabel, en la España de finales del siglo XX, y el de Juan, y el de toda su cuadrilla. Nada contaré al respecto y les invito a descubrir qué les sucedió tras el final que dábamos por supuesto. Los primeros finales, con el tiempo, se manifiestan insuficientes, algo simples. Este fin de semana hemos visto en el Bretón Romeo y Julieta. Por fin “desclasificada” y hasta –literalmente– desencriptada; es decir: no murieron los amantes de Verona. Se trataba sólo de un sueño eterno, como lisérgico. Shakespeare lo dejó ahí, en un punto de vaudeville de venenos y precipitaciones: ella se hace la muerta, pero él llega antes de tiempo, y entonces él se envenena pensando que ella está muerta, y de resultas él muere de verdad, y cuando ella se despierta ya es demasiado tarde, porque él sí que ha muerto y entonces ella acaba muriendo por segunda vez, podría decirse… Un ejemplo de descoordinación trágica –lindando en su extremo con la tragicomedia– que Shakespeare libró. En este Romeo y Julieta revisited, como si fueran un Robin y Marian (los de Richard Lester, me refiero), ya maduros (no los impetuosos tiktokers capuletos y montescos), se enseña cómo la ironía y el tiempo dan otra oportunidad al amor y al argumento. Hace más verdad esta relectura del mito a cargo Eberhard Petschinka un acierto áureo en su elenco: el que Ana Belén, que ya “muriera” como Julieta en el plató de Estudio 1 de TVE en 1972, haya despertado en este 2023 para encarnar el asunto de fondo de la función: el no final del personaje, de algunos personajes de ficción. Su absoluta vitalidad y un grado de sabiduría como como actriz y como personaje que supera a una Julieta postadolescente. Para al final reeditar una no muerte. Y vuelve a venirme a la cabeza cómo al final de sus vidas pero no de su amor, Robin y Marian quedaban citados en el punto que alcanza un flecha lanzada al cielo. Y aún más próximo en el plazo temporal y físico, este es un Romeo y Julieta que resuena post-pandemia, post-veneno; al cabo de ese tiempo comprimido e irreal que hemos vivido, en la cripta. Un Romeo y Julieta en el que los amantes, tras estos años suspendidos, se podrían preguntar: «Y entonces, cariño mío: ¿tú pasaste el COVID?». No por casualidad, cuando Shakespeare nació, la peste rodeaba Stratford. Y para acabar –o no– lo que estaba diciendo de poner los finales en cuarentena, podríamos preguntarnos: ¿Y si… Próspero hubiera recompuesto los trozos de su varita rota y hubiera montado al final una barraca de feria en la Isla con Calibán de Jefe de Pista y Ariel de trapecista aéreo? ¿Y si… la señora Danvers sobrevivió al fuego de Manderley y volvió a llamar un día al nuevo domicilio del matrimonio de Winter con un rostro remedado? ¿Y si… al final el avión que sacaba de Casablanca a Ilsa Lund y a Victor Laszlo tuvo que regresar al aeródromo por un problema de combustible? ¿Y si… Rhett Butler al poco de plantar a Scarlett y avanzar unos metros se da cuenta que se había dejado la pitillera? ¿Y si…?