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Bernardo Sánchez Salas

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Libros y librillos

Mi amigo R. veía de niño cómo su padre, que era carpintero, llenaba la casa de librillos. Si el padre advertía que una puerta o una ventana andaba un poco floja concluía: «esto es el librillo». Entonces, sacaba la caja donde guardaba los librillos y reponía el que había sido doblado por el peso, o por un tornillo flojo que había astillado el marco. A R. le fascinaba aquella pequeña pieza metálica, como de Meccano, que se desplegaba en dos alitas batientes, con agujeros y que era capaz de aguantar la puerta del balcón o la ventana de su habitación. Así que la primera biblioteca de su vida fue la de los librillos de su padre. Al que también le debe su primer libro, el primer libro de R., que luego escribiría muchos, aunque de éste al que me referiré sólo fue autor de los librillos. Su padre tenía una buena amistad con los propietarios de una conocida Imprenta de la ciudad, para la que hacía arreglos de carpintería. Gracias a esa relación pensó que R. podría ganarse unas pesetillas trabajando en ella durante el verano, en lo que fuera. Sería, además, su primer trabajo. Nada más llegar a la Imprenta, condujeron a R. a la parte trasera del taller, atravesando en el camino la zona de prensas, guillotinas y taladradoras que producían el ruido de una metalúrgica a compás. Y lo pusieron delante de una mesa de madera, ya muy gastada por el uso de las herramientas de corte y por los pegotes indelebles de las colas de encuadernación. Le resultó muy familiar a R., porque era lo más parecido al banco de trabajo que tenía su padre en la carpintería. Repujado, grabado, estriado por tantas labores. Escrito, se podría decir. Esto le dio confianza. Y la sensación de que su padre y él estaban en un mismo oficio. La tarea que le encomendaron a R. fue hacer a mano los pliegues que formarían, una vez encuadernados, los ejemplares de la edición de un libro. De esta manera, R., se pasaba las horas doblando cada sábana en cuatro, con una operativa manual a la que enseguida le cogió el truco. Le funcionaban las manos como paletas que, en pocos segundos, cada vez en menos, armaba… pues un librillo, formado por unas ocho páginas. Cuando acababa un pliego, lo levantaba y batía sus dos cuerpos, a ver si le funcionaba. Si le funcionaba como un librillo. El ya sabía, porque hacía un tiempo que había comenzado a leer, que un libro funcionaba si los librillos que lo forman están bien cortados, engranados y enfrentados. Que leer un libro era pasar los librillos interiores que lo enhebran y descubrir el paisaje resultante, entre páginas. O sea: la puerta, la ventana que se abre al lector adolescente, que ya era R. para entonces. El libro para el que dobló todos sus pliegues trataba de su ciudad. Era una guía histórica. A medida que plegaba se asomaba a su contenido, que se iba articulando –como la propia ciudad, que se abría aquí por su pasado– pliegue a pliegue, librillo a librillo. El caso es que todos estos antecedentes constituyeron para mi amigo R. el umbral del ejercicio de la literatura, que se desplegaría tiempo después con la ligereza alada de los librillos con que su padre atornillaba las puertas y las ventanas del hogar. R. acabó siendo escritor.  Por contar cosas, pero sobre todo por el misterio del artefacto del libro. Porque era para él el verdadero tema. Lleva mucha razón, materialmente, cuando para decirnos que está escribiendo dice «tengo un nuevo libro entre las manos». Escribe abriendo y engrasando, con un cuidado ebanista, cada librillo de los que van desportillando las tramas y los argumentos. Y cuando lee, coge el libro, igualmente entre las manos, y antes de aplicarse a la lectura, lo palpa, y calcula el número de pliegues que lo componen. Y cuando visita las casas de los amigos, primero inspecciona los librillos de puertas y ventanas, y luego la biblioteca. Y cuando va a librerías de lance, procura hacerse con ejemplares de aquella guía histórica, a la que tiene por su primer libro. ¡Y además se lo pagaron!; no como algunos otros que haría después; aunque estos se había limitado a escribirlos.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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