Antes de salir de casa este lunes, 12 de junio, me entero por la radio que es el día internacional del doblaje. Y me pongo a pensar antes de lanzarme a la calle si no será una oportunidad. Por si quizás la mejor versión de mí mismo –lo de “la mejor versión de uno mismo”, tan de moda en la autoayuda– no fuera la versión original. Quién sabe. Pero puestos a la suplantación, yo prefería a los subtítulos, que hay que llevarlos todo el día pegados al cuerpo y cambiando el texto como tabletean los horarios en las pantallas de un aeropuerto; que a ir por ahí, en fin, subtitulado, que es incómodo y además la gente lee la mitad de lo que dices (si habitualmente ya escucha lo que quiere), pues prefería, digo, y me parecía una buena idea, ¿eh?, y hasta un nicho de mercado, un tuneado discreto, lo que se entiende por un doblaje, de película. Incluso en mi mismo idioma. Como le ha pasado a veces a Bardem o a Banderas. Y era el día. Además, con la de buenas y buenos dobladores que hay en España. Así que ya bajé en el ascensor intentando casar mi rostro en el espejo con otras voces que yo me iba importando de mi memoria auditiva. Intentando poner caras con las voces de otros. ¿Quién no lo ha hecho furtivamente, en alguna ocasión? Entre las alternativas no descarté doblarme con mi propia voz, haciéndome el encontradizo con ella, como si no fuera mía, engañándome con mi propia voz. Al final, un algoritmo de las cuerdas vocales me adjudicó una especie de politono neutro, sin mucho carácter, la verdad, y con eso me fui a trabajar. Pero antes, para hacer una prueba técnica, entré a tomarme un café a una cafetería donde no me conocían, y el camarero me preguntó «¿qué toma?», y yo le respondí «pues voy por la toma nº 15». Y ya me miró raro. Pero no tenía tiempo de explicarle que lo del doblaje iba por “tomas”. Total, que iba a caminando y me di cuenta que a mí alrededor más personas debían conocer la efeméride porque cuando pasaban a mi lado leía en sus labios cosas que no les escuchaba, incluso cuando iban a hablando solos. Iban doblados, no había duda. Pero el problema que yo sospechaba podía arruinar el invento se manifestó pronto. Me encontré con un viejo amigo al que, sin embargo, le escuché una voz mucho más joven. Inadecuada. Con todo, lo más grave fue que cuando nos despedimos me estaba diciendo adiós con la boca mientras que oía su voz dándome su nuevo número de móvil. Y eso fue, clavadito, lo que me ocurrió. Al final del día, cuando regresé a casa, llevaba yo acumulados varios minutos de… desincronización. Cuando saludé a mi mujer con un frase que le había dicho, para despedirme, al portero de una finca situada tres manzanas más atrás de nuestro portal (supongo que una frase desincronizada, a su vez, claro), mi mujer me preguntó, muy extrañada, qué me sucedía, que de qué le estaba hablando (aunque si lo pienso he tenido regresos aun más destarifados que este día 12, y funcionando bien la sincronización, pero no otros discos de la cabeza) a mí no se me ocurrió improvisar otra cosa, para justificarme, que explicarle que estaba intentando inventar el cine sonoro, pero que la tecnología no estaba todavía perfeccionada y que daba problemas. Pero que cuando funcionara iba a ser un éxito. Lo que sucedió es que, lógicamente, todo esto lo oyó ya después de cenar, que fue cuando entró la explicación, la toma, al ritmo que llevaba de desincronización. La conversación durante la cena, como pueden imaginar, fue un poema, que dejaba al surrealismo en pura literalidad. De hecho, para hacerme entender, yo le hacía señas desesperadas para que me mirara no a los ojos, lo que suele ser patente de sinceridad, sino a los labios, que pretendían actualizar lo que quería decir en ese momento, pero que aún tardaría un rato en oírse. Quizás toda la noche. Y yo, que cuando escribo escucho lo que escribo para “mis adentros”, que se decía antes, ahora mismo estoy escribiendo este artículo pero la voz que escucho para mis adentros no estoy seguro que sea la mía. Vamos, estoy seguro que no, y me siento un poco como un muñeco de Mari Carmen, que en voz descanse.