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Bernardo Sánchez Salas

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El increíble lector menguante

Atraído por el fenómeno postvacacional por excelencia, los nanocolecoleccionables, me compré en un kiosko Hamlet por un euro. Precio de mercado de Shakespeare a día de hoy: un euro. No será por dinero. Y a idéntica escala el tamaño de la edición: 5 x 6, 7 cms. Cierto es que los clásicos hay que leerlos con lupa. Y que para su comprensión nunca sobra la agudeza visual. Porque es, en definitiva, nuestro cerebro el que le otorga a los textos su diámetro de sentido, el que los convierte en superlativos. Pues en próximas entregas, caen La vuelta al mundo en ochenta días (a 1, 25 céntimos el día, suponiendo que quepan los ochenta) y La metamorfosis de Kafka, que ahí sí tendrá sentido la reducción de todo, en solidaridad con Gregorio Samsa, venido a insecto –si bien, monstruoso– de la noche a la mañana. Rafael (Azcona), que no se quitó nunca a Samsa de la cabeza, escribió una miniatura titulada Memorias de un señor bajito, en la que se contaba la historia de un señor que quería ser abeja. Se publicó en una mítica colección llamada, precisamente, “Enciclopedia Pulga”, que intentó demostrar cómo el saber no ocupa lugar, ni nada. En fin: Hamlet por un euro; o sea: más Outlet, que Hamlet; en un microtomo que rivaliza en su pequeñez con minerales y muebles de casas de muñecas, todo género coleccionable. No por eso la tragedia del príncipe Hamlet se minimiza. Me lo imagino, con uno de estos opúsculos en su mano, exclamando “¡palabras!, ¡palabras!, ¡palabras!” por los pasillos de Elsinor mientras no acierta a ver en las páginas más que manchas minúsculas, como pulgas, sirviéndose de unas antiparras de la época. El infinito en un junco. ¡Hamlet: todo a un euro!  No hace falta ni leerlo: es para guardarlo en un armario, como de una botica o un especiero. Es un souvenir de Hamlet. La calavera de Yorick parece un llavero. Y Elsinor adquiere, por fin, la escala de la ratonera que ha sido siempre. Igual es que –reconozcámoslo– el defecto de Hamlet es ser (o no ser) demasiado grande. Dejas a Hamlet, la pieza teatral, suelta y te invade la dramaturgia universal, te copa el noventa por ciento de los argumentos cinematográficos y te roba el sueño. Pero así, en pulga, haciéndose un hueco entre el Hola y el Lecturas (y mucho del corazón y de venenos luce el drama, y lecturas todas), Hamlet, en pequeñas diócesis, funciona como un prontuario para acompañar inicio de temporada y curso. Con un poco de suerte, te echas la mano al bolsillo y en vez de sacar el móvil sacas Hamlet versión 5.6,7. Y hasta es posible que recibas una llamada –perdida, claro– del difunto Rey Hamlet. El caso es que el otro día, tras comprármelo, no pude resistirme y por la tarde me senté en el sillón a leer Hamlet, en esta vulgata tamaño microchip o disco externo. Me pasa siempre que me meto en Hamlet –visto, leído, oído, da igual– y ya no salgo. Yo iba avanzando, avanzando en la lectura (practicando espeleología entre líneas, literalmente) y comencé a notar algo raro, un poco rollo Samsa. Para cuando Hamlet ensarta al pobre Polonio, yo ya sentí como si las piernas me colgaran del orejero, lo cual era cierto, y a medida que se mascaba la tragedia y pasaba páginas con la uña comprobé que me iba hundiendo y que el cojín que me respaldaba era ya como un 8000. Estaba claro: el drama crecía y yo estaba menguando. Entraron los cómicos en el palacio y yo ya no podía casi ni sujetar el libro, que venía a medir lo mismo que yo. Pero yo quería seguir hasta el final, por sabido no eludible, y a la hora del duelo entre Hamlet y Laertes el tomo se alzaba frente a mí como la entrada de las ruinas de Petra. Y es que nadie da duros a cuatro pesetas. El precio era algo distinto a un euro. He visto que dentro de unas semanas, espero que no muchas, sale en las mismas condiciones Alicia en el país de las maravillas (tampoco estoy seguro de que les quepan los dos lados del espejo), y voy a ver si pillo el frasquito con la poción para crecer y le doy un trago.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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