La otra tarde estábamos en la terraza norte del RiojaForum, ya cercano el atardecer, con el Ebro, su parque y el Monte Cantabria como telón de fondo combinado. Y el cielo en cúpula, azul, con alguna traza nubosa, un hilacho, nada. La ocasión era el prólogo, denominado “aperitivo musical” por lo que tenía de abrir boca y oídos, al programa musical del día –jueves de la Semana de la XXV de Música Antigua– y por la posibilidad de acompañar el preámbulo con una copa de vino; un preámbulo delicioso se mirase y escuchase por donde se mirase y escuchase. Una dosis importante de serenidad y calma. Impagable. Y en casa. Gracias. La formación “Rioja Filarmonía”, como en tardes anteriores, era la encargada de recibir al aire libre a los asistentes a la sesión, que luego pasaríamos al interior de la Sala de Cámara. Para encerrarnos (bien que a la par abrirnos a los sonidos del siglo XVII, por poner una fecha a un sonido proveniente quién sabe desde qué latitud de la inteligencia creativa de la especie) con La Grande Chapelle y su repertorio entre lo divino y lo humano. Un siglo líricamente infinito que ha centrado la Semana y que, sin ir más lejos, el día anterior, la formación de la jornada, I Gemelli –una fiesta, ya les digo– había titulado A room of mirrors; es decir (y tocar): una habitación de espejos, que es una forma muy gráfica y poéticamente precisa de describir el pabellón auricular del Barroco; espacio sonoro en el que voces y acordes –de timbres e instrumentos importados de un planeta por descubrir– se encuentran, cruzan y retan como haces de luz que quisieras atrapar en una botella que has llenado de espejos para que un reflejo inacabable y celérico no los dejara salir. Pero regresando a la terraza, Rioja Filarmonía, amabilísimos anfitriones, nos deleitaban instruyendo o viceversa, sacabuche en ristre, con contemporáneos de los maestros del cartel del día. Y yo no hacía más que preguntarme de qué punto del futuro o de fuera del tiempo proviene la etiquetada como música antigua. O de qué “no tiempo”: sin ir más (ni menos) lejos que el tiempo del cielo que nos cubría, como clave (musical) de bóveda. Miraba al conjunto y ascendía en vertical la mirada hacia el cielo. La fijaba y me daba por pensar que ese mismo cielo, un cielo inmutable, continuo e ilimitado, que podía extenderse tanto hacia adelante como hacia atrás, podía haber sido la cámara de resonancia de esa misma música hacía cuatro siglos. Y lo mismo se podía decir del monte y el río. Escuchabas la música y mirabas el entorno, entre el cielo y la tierra, y un cuadro idéntico podía haber sido testigo del sonido que estaba recreando Rioja Filarmonía. Y entonces, la otra tarde, si permanecías “en sintonía”, abstraído en el azul, armonizada con el eco barroco, era como no estar ni ubicado ni temporizado. Me producía incluso cierto temor el aterrizar la mirada y no encontrarme en el lugar del que había partido. Que de pronto, hubiera regresado a algún bucle del pasado; o lo que es lo mismo del futuro. Un cielo y una naturaleza como la que tenía delante había tenido que escuchar esa música, y eso te saca y te proyecta. Es como cuando ves 2001, odisea espacial, y al ahuecarte entre los planetas, te das cuenta de que El Danubio azul o Así habló Zaratrusta eran músicas del futuro, radicalmente del futuro. Y los Strauss cosmonautas. Luego, cuando pasas a la Sala de Cámara y te encierras con el bagaje sonoro que ha compuesto el programa de esta Semana ya saltas directamente al hiperespacio. Y te asombra la sensación de novedad continua, de descubrimiento de efectos sonoros inéditos, o sea futuros, generados por cuerdas vocales y de tiorbas, chelos, arpas y violines. El Barroco es una teoría de cuerdas, seguimos en el futuro. Y tu cabeza va de aquí para allá a través de circuitos sinuosos y arriesgados, que espejean en la habitación. Se le llama belleza.
La música es un milagro de atemporalidad, su notación está pautada en el cielo de siempre: inmensa sala de todos los conciertos. La nube.