O una teoría de la evolución. La semana pasada estuve viendo el museo que se ocupa, en concreto, de la Evolución Humana (siendo optimistas) en Burgos; ciudad, burgo, en el que cruzas el Arlanzón y pasas de la catedral (de Burgos, claro) al edificio de Juan Navarro Baldeweg que alberga el Museo. En pocos lugares hay una distancia más corta –poco más de un puente– entre eras y estilos. Una vez dentro del museo, los estratos se siguen aplastando y pasas, en un visto no visto, de un sábado de septiembre del 2023 a uno del septiembre neandertal. Y a una vitrina subiendo las escaleras (automáticas: un paso pequeño para la humanidad pero grande para el hombre) donde se da noticia del primer germen, digamos, de lo que viene siendo (también aquí para entendernos) la vida: ¡qué esplendor!, como decía antes de entregarla un fraile moribundo en una película, ya que hoy voy camino del cine y del sol (esplendores respectivos). Hablamos de hace ¡3.800 millones de años! De los antiguos años (téngase en cuenta que antes los años duraban más). Quiere decir esto que si se nos ocurre mirar qué fracción de espacio-tiempo ocupamos a fecha y hora de hoy en el dial de la evolución pues el punto es infinitesimal cuando no insignificante. Redondeando muy por lo alto. Pero, con todo, algo ha pasado en medio, a su tran tran y a base de prueba-error. Y se alumbra una familiaridad evidente entre los cráneos expuestos –e iluminados con luz cavernosa, para dar ambiente– y el nuestro, que no está claro que sea el más privilegiado, a excepción del de Max Extrella. Y hablando de estrellas, esta semana se ha descubierto en un exoplaneta, matriculado K2-18b, trazas de posible vida, bien es verdad que a 120 años luz, con lo que o bien han caducado como un yogurt, o se han inhibido viendo cómo hemos invertido por aquí el invento de la vda o el telegrama que notificaba su aparición lleva una demora de décadas, o no les va la wifi. Por cierto que el exoplaneta, tenga más o menos vidilla, es nueve veces más grande que nosotros, o sea. Para ser el centro del universo, somos una glorieta. No es de extrañar, habidas estas distancias superferolíticas, que los alienígenas peregrinos del cosmos para cuando llegan hasta nuestros sembrados son ya unos viejunillos, como se ha visto en esa pareja de marcianos consumidos que han sido presentados esta semana en México, en sede parlamentaria. En alguna comisión de investigación narcoextraterrestre. Pero volviendo a una teoría de la evolución, que no será la canónica pero a mí es la que me vale, un dato reciente es la trasformación de la Vespa con la que Nanni Moretti atravesaba Roma en Caro Diario en 1993 en el monopatín con el que circula en 2023 por la misma y distinta Roma en El sol del futuro. ¿Será que la especie humana desciende del mono y evoluciona hacia el mono…patín? Ahora mismo, la Vespa de Caro Diario se expone en el Museo del Cine de Turín, en un escaparate, como un resto arqueológico del mundo de finales del siglo XX; un mundo con el que, si nos ponemos a mirar, guardamos más distancia en algunos aspectos que con nuestros primos neandertales. Han transcurrido tres décadas desde aquel garbeo memorable, por gozoso y dinámico, y aunque el motor del presente está gripado y nos conducimos con menos desahogo y más miedo y no pasaríamos el corte de una plataforma porque nuestro acontecer no tiene un What a fuck! que llevarse al guion, nos mantiene el hilo musical y la ilusión de bailar, y la de soñar este mundo como un barrio habitable y justo, en el que, por añadidura, sobreviva el amor. Así que éste de hoy es un Ojo con “recado”, como algunas de las películas que han iluminado –entre el cine, la música y las palabras (¡Buaaah!, ¡qué secuencia la de Moretti y la maravillosísima Margherita Buy cantando en el coche Solo sone parole!)– nuestras vidas. Y es que no se pierdan El sol del futuro de Moretti, “ya en salas”. Les va a solear el resto de sus días. Cualquier cosa que sea el futuro.