El viernes me quité un gran peso de encima. Anne L’Huillier, flamante ganadora del Nobel de Física este año afirmaba en una entrevista: «estamos compuestos básicamente de espacio vacío». Si a esto le sumas (o le restas, claro) que fuera del casco que nos contiene las tres cuartas partes de lo que hay es agua, pues se produce una agradable sensación de falta de densidad y te invade una ingravidez que invita al sueño. Un sueño o aletargamiento, más bien, en el que se produce la ilusión de suspensión de todos aquellos fenómenos o quisicocosas que atribuíamos a nuestro mundo o vida interior o fuero interno, o como queramos llamarlo. Que no es que no dispongamos de él, pero que consiste (y ya es mucho decir, lo de ‘consistir’) en “el conjunto vacío” de las matemáticas escolares; o sea: el conjunto que no tiene elementos. El conjunto vacío de aquellas matemáticas de conjuntos (de todo tipo y condición) que marcaron nuestra EGB era un oasis en la red aritmética de la asignatura. Salía el conjunto vacío, con su cero partido en dos, y por unos momentos creías que ya no tenías que calcular nada, o eso es lo que parecía, porque escondía una teoría axiomática que te desmayas si la piensas. Pero ya digo que cuando leí el titular de L’Huillier, «estamos compuestos de espacio vacío», respiré hondo (una hondura que, gracias a la declaración oficial de vacío, acababa de ser notablemente ampliada, como cuando amplías el espacio en el iCloud) y sentí –al menos por unos segundos, lo que dura la buena nueva– que las preocupaciones que… pues eso, literalmente te ocupan, se convertían en una constelación de polvos peta zeta. Por lo visto, el secreto de este vaciado es dividir, dividir y dividir la materia en su versión más microscópica a la vez que dinámica: el electrón, que va que vuela. Es verdad que ya sabíamos que un problema se soluciona o alivia, al menos, dividiéndolo en problemas más pequeños. Pues este vaciado interno que “básicamente” –L’ Huiller dixit– nos compone es una especie de existencialismo atómico, el que se dirige a la molécula, al electrón, a la trillonésima de segundo; ahí, al detalle. Y el resto es, al 99, 999%, hidrógeno, como el resto era silencio, en lo de Hamlet; o palabras, que son una forma de silencio y hasta de vacío, según. Se servía la prensa estos días, para glosar la investigación de la Nobel, del símil de la cronofotografía, en el XIX y de quienes la practicaron, un Muybrigde o un Marey, que invirtieron su ojo y aparatos fotográficos en descomponer el movimiento de los animales, seres o cosas en una secuencia acelerada de tomas instantáneas, atómicas –sí, podría decirse–, en electrones capturados en placas. Lo siguiente serían el cine, que “básicamente” es el vaciado de un segundo de tiempo en veinticuatro imágenes. Bueno, eso era antes de la llegada del cosmos digital, en el que la placa estalló en trillones de cristales cifrados: otro vaciado. Claro que como en todo en esta vida, habrá quien vea la botella medio vacía o medio llena. Porque el caso es que, a pesar de esta aseveración científica, que somos fundamentalmente vacío, hay cosas que no se nos van de la cabeza, y permanecen como un coral de electrones adheridos al córtex. Y se disparan y restallan como relámpagos intentando fabricar ideas y afectos. Por eso, una vez más, física y metafísica se funden, se retroalimentan. Este Nobel de física está provisto de un contorno poético importante. A mí, desde luego, me vale por lo que tiene de machadiano (de Antonio), al coincidir con los versos finales de su Retrato, en los que el poeta desea para salida de la vida el andar «ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar». Pues en el verso de Anne L’Huillier yo he querido leer y sentir esa ligereza y esa desnudez. Básicamente.