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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Somos Ana

Hace cincuenta años, yo me colocaba delante de la cartelera del Cinema Diana para mirar, para atravesar los fotocromos de una película que no estaba, como tantas entonces, autorizada para mi edad. Esta actividad, mirar fotocromos de películas que no podía ver o que, como mucho –paguita y autorización “para todos los públicos” mediante– vería PRÓXIMAMENTE (adverbio que resumía la promesa del cine que vendría), fue mi juego favorito en la infancia, y lo practicaba con fruición en Portales, de cuyos arcos colgaban las marquesinas con las imágenes, casi al modo de las viñetas de un romance de ciego. Y algo de eso tenía, de “ceguera”, pues contaban en cuadros la película que ibas o no ibas a ver,  según, en una sala. De esto, en muchos sentidos, trataba aquella película misteriosa que yo observaba intrigado, en la puerta del mismo Cine, de paso a casa de mi abuela, en la San Juan, donde, por cierto, una vecina, la Tere (Alamagnac) me contaba después de cenar las películas que ella había visto y yo no. Alguna de miedo, con fantasmas o monstruos como el que aparecía en algún fotocromo de la película que me tenía sorbido el seso: Frankenstein, que más tarde –como todo en esta historia– sabría que era el monstruo “de” Frankenstein, porque la creatura no tenía nombre. En uno de los fotocromos aparecía una niña, de seis o siete años, mirando algo y en otro mirando a Frankenstein, que estaba a su lado. Yo miraba a esa niña mirando y me veía reflejado a mí mismo mirando. Las carteleras y las películas. Años más tarde supe que aquella película que me detenía y me abría los ojos como platos era El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, una de las más fascinantes fábulas sobre la mirada y el conocimiento, sobre el contacto original con las imágenes y su recámara. Y que la niña (de mis ojos, y de millones de espectadores en todo el mundo) era Ana Torrent. Es decir: Ana. Para siempre. Ella misma para siempre. Hasta Cerrar los ojos: el arco que Erice cierra al cabo de cincuenta años regresando con Ana al instante del reconocimiento, como hija de su padre en la película, y como hija del cine. Algo que ya también somos nosotros, que somos también Ana, y lo hemos venido siendo desde la primera vez en el cine. Y en ella nos reconocemos cuando la vemos mirar en Cerrar los ojos, a la vez que exclama, por dos veces, como aquella niña que fue en  El espíritu: « Soy Ana, Soy Ana». Y en ese momento, las lágrimas saltaron literalmente de mis ojos.  En un golpe de solidaridad y fraternidad. De identificación absoluta, gracias a un viaje y a una máquina (frankensteiniana) llamada cine. Los términos y circuitos internos de ese arco al que me refería verificado por Erice (comunicado, desde luego, en mi caso, con aquellos arcos de los Portales de las películas colgadas) son subcutáneos e inoculados. Y hay que ver la película para internarse en ellos. Siempre he pensado que Ana Torrent abre y cierra, a lo largo de su trayectoria, una idea de que lo es ser espectador(a) de las imágenes en movimiento, de eso que llamamos el cine. En El espíritu de la colmena, siendo niña, abría los ojos, y en Tesis (1996), siendo ya una joven scholar de los noventa, bordeando el post-cine, los cerraba. En cualquier caso, el asunto fue siempre qué estaba dispuesta a ver o a no ver Ana. En Cerrar los ojos vuelve a abrirlos: para adentro. El raccord de miradas es el que sostiene las películas y la vida. De eso, creo que trata la última entrega de Erice. Aún pueden contemplar Cerrar los ojos en Logroño. Sigue en… cartelera. Es una de las más extraordinarias experiencias de la Historia del Cine español. Del cine, en general. En su afiche (pena: ya no existen los fotocromos, pieza fundamental de aquella antigua fascinación por el retablo fílmico) una silueta intenta alcanzar y palpar la dimensión y la luz del rostro en blanco y negro de una niña. Que vuelve a ser otra Ana fabulesca, como de Shanghai. Una fantasmagoría gigante, del tamaño del cine, de su espíritu, de su colmena.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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