A lo largo de la vida, casi todo conspira para no dejarnos ver el bosque. Y para irnos y enredarnos por las ramas. De las que, además, nos desplomamos con frecuencia y nos lesionamos. Gravemente. Ramas de diverso entramado. Algunas de ellas auténticas marañas, o tentáculos o garras. Esos brazos con los que los árboles de las forestas de los cuentos intentan atrapar al héroe o a la heroína que huye del maleficio, ya entrada la noche, bajo una tormenta. Para engullirlos en las fauces de su corteza. Las ramas que tejen la pesadilla, vaya. Los pintores del romanticismo y el primer Disney fijaron su imaginario. Y lo clavaron. Otras ramas, en cambio, componen un estúpido tendedero de vanalidades e idioteces. Ramas plagadas de nudos de mentiras. No resultan menos peligrosas, muy al contrario, y de ellas también nos podemos ahorcar. Lo hacemos con cierta frecuencia. Hay días, semanas, en fin, encaramadas a las peores ramas. Éstas últimas, sin ir más lejos, plantadas sobre un odio enraizado. Muy mala semilla. Exudan una resina tóxica. Y de pronto, qué cosa, se abre al final el bosque de fondo, el que viene de profundis; un bosque al que hoy nos hacía falta regresar, por una cuestión vital, neuronal. Para oxigenarnos y alucinar en colores. Para asilvestrarnos. Su creador, cuidador, mago y obrero, Agustín Ibarrola (1930-2023), parece habérnoslo desplegado al marcharse (o no: seguirá siendo el genio perpetuo de ese bosque, a pie de obra, para recibir). Y a él retornamos prestos como la pandilla de niños perdidos que somos; a veces muy perdidos. Una selva –o silva, como los ramos de versos; y también las piezas de este bosque riman entre sí, y componen una Pastoral– que por sus fechas de invención, principios de los 80 (siglo XX), también podríamos considerar un arbolado de la Transición. De transición de la grisalla, del páramo siniestro del franquismo –que Ibarrola sufrió primero, y a continuación el etarra, otra ciénaga– a un camino de baldosas que agotan toda la paleta de colores e incluso aportan los que faltan: a Oma, el Bosque de Oma, el Bosque de Ibarrola, en la biosfera de Urdaibai, geográficamente; y poéticamente en un mapa interior y a la vez exterior, que nos guía por un territorio libre, en el que las piedras y los árboles hablan, miran y juegan entre ellos y con quien se interna en su circuito: un fantástico jeroglífico, escrito, tallado y dibujado en un lenguaje secreto y a la vez claro, expresivo. Universal. Es, de hecho, Oma, un universo. Una biosfera en sí mismo. A nuestra escala. Pintada del natural. La naturaleza es un libro e Ibarrola es autor de capítulos memorables, como Oma. Obra, sí, de un artista, pero también de un guardia forestal, singular, único; atento a la elocuencia cromática de los troncos, de la vegetación, de la roca, del suelo. Oma es el manual corporativo del bosque: un inventario de señales, rostros, arcos, dianas, labios, neuronas, células, iconos, bandas, caprichos, criaturas, manchas, figuras, lunares, ventanas, cenefas, flechas, direcciones, estelas, iris, tatuajes. Oma es una fronda tatuada. Así podríamos definirlo también. Hay ángulos de Oma desde los cuales, si miras, el horizonte es un tapiz continuo. O un efecto óptico. O se mueve contigo. O camina hacia a ti, como el bosque del Rey Lear. No se trata de un paisaje naif: Oma es otra civilización. Con sus códigos. Con su lenguaje. Y con un sentido del humor propio. Nunca les agradeceré lo suficiente a Maite Pagazaurtundúa y Sandalio Landaribar aquella excursión a Oma, y a casa de los Ibarrola: sus amigos de años. Y a ver el Bosque. Después de atravesar el paisaje recreado sobre su textura ya no contemplas igual ningún bosque, ni a las personas que los habitan. Ni a ti mismo, retornado a un pequeño salvaje de Truffaut. Y te certifica que la naturaleza es un escenario inacabado. Como nosotros. Cómprense una peseta de este bosque y piérdanse.