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Bernardo Sánchez Salas

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Girasoles ciegos

Una guerra es una secuencia de derrotas. A la última se le llama victoria. En el bucle bélico y mental en el que las guerras paralelas que vivimos en estos tiempos nos hacen sacar un clavo con otro clavo (¡menuda metáfora del consuelo!), clavos todos ellos ardiendo, me vuelven Los girasoles ciegos, las cuatro historias que escribió Alberto Méndez sobre nuestra posguerra civil, listándolas en su índice como cuatro derrotas consecutivas, desde el 39 hasta el 42. Y de entre las cuatro, memorables las cuatro, es la primera de ellas, la historia del Capitán de Intendencia Carlos Alegría, la que se me hace presencial cuando escucho y veo desatados los perros de la guerra, en la franja de Gaza o en Ucrania, los últimos clavos, por el momento; escenarios de batalla en los que relatos, argumentarios, discursos, razones, históricos y la verdad –como suele, es la primer en caer en combate– palidecen materialmente ante la sangre; bajo la fiebre, el hambre y el asco que, por ejemplo, ensombrecerán finalmente al Capitán Alegría, que tiene nombre de héroe de la Marvel pero es en realidad un capitán del ejército sublevado que deserta de sus filas para –se verá por qué, y a eso voy– pasarse a las otras (¿el otro “equipo”, que diría Biden, con su filosofía de Super Bowl?); filas, ambas diezmadas y zombies; Capitán cuyo único superpoder es haber muerto varias veces, eso sí. En las notas que se encontrarán en su bolsillo tras su última muerte se describe a la perfección el anonadamiento causado por la carnicería vivida, la enajenación que provoca y que borra la división entre vencedores y vencidos, pues finalmente lo único real son los muertos, muertos civiles, porque todas las guerras son civiles. Y así, dejará reflexionado Alegría: los vencedores, «extraños de la vida» y «ausentes de lo propio», se convertirán «poco a poco, en carne de vencidos» y «se amalgamarán con quienes han sido derrotados, de los que sólo se diferenciarán por el estigma de sus rencores contrapuestos», y en conclusión «terminarán temiendo, como el vencido, al vencedor real, que venció al ejército enemigo y al propio». Este juego de espejos disolventes, este engranaje de cabezas borradoras, esta clase de ceguera contagiosa constituye el cráneo de la guerra. Quedando como último acto, el despojo de la vaquilla en tierra de nadie. Mientras que desde los salones de casa y televisor de la ¿Comunidad? Internacional se sigue en streaming la tragedia, y los espectadores civiles que somos nos vamos dando de cabezazos en una pared acolchada, como de manicomio. Llegados a estas alturas de lo que ahora se nombra, como si fuera un multiverso, guerra y/o conflicto Israel-Palestina o de Israel sólo, o Israel-Hamás, o Israel-Gaza, o de Israel y Hamás en Gaza, en fin, el clavo rusiente en una franja que hoy más que nunca ya no es un territorio si no una brecha, una herida  y con el tiempo (no habrá que esperar mucho), un cementerio, recuerdo el sumario del Consejo de Guerra al que someterán “los suyos” al Capitán Alegría, quien, por cierto se referirá a los cementerios cuando se entrega a las líneas enemigas describiendo esta acción «como una victoria al revés»; se podría decir también un tipo de derrota inversa; ya que  –prosigue Alegría–  «aunque todas las guerras se pagan con muertos, hace tiempo que luchamos por usura. Tendríamos que elegir entre ganar una guerra o conquistar un cementerio». Palabras, reflexiones, que son el prólogo de las últimas dichas por el Capitán de Intendencia ante el Tribunal, para responder a la pregunta de por qué quiso traicionar a la Patria; palabras contundentes, sin réplica posible, que denuncian la verdadera deriva del enfrentamiento, el de cualquier guerra, pero que ahora, con un ejército mordiendo el borde de un territorio virtualmente asolado, resuenan muy claramente, y se pueden extrapolar: es lo mismo. Alegría, procesado, declarará al Tribunal –que acabará condenándole a otra muerte– que la verdadera razón fue que «no quisimos entonces ganar la guerra al Frente Popular», que lo «queríamos era matarlos».

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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