Cierra (literalmente) sus puertas The Crown. Un monumento de calidades. Y una obra ingeniada y debida –en mi opinión– al sustento del arte dramático en Inglaterra. El teatro es el origen de cualquier representación, también en el cine o la televisión. Sus pantallas respectivas son cajas escénicas que hay que habitar y atrezar. A las que hay que dotar de profundidad. The Crown ha sido la joya de la corona (dramatúrgica), o una, al menos, de las más brillantes de la dinastía de las plataformas. Sólo –¡qué ironía!– el Corona… virus estuvo a punto de amputar su engaste final. Pero resurgió, incluso rodada en Covid, y como el oro y las piezas que se van fundiendo en la hipnótica secuencia de créditos iniciales, pautada por la orfebrería musical de Hans Zimmer, las temporadas siguientes han ido, capítulo a capítulo, ensamblando la tiara, emblema por excelencia del dramatis teatral, que hizo de la tragedia regia un tema mayor de la escena universal desde sus inicios, pero cuyas tramas podían extrapolarse desde Ricardos (mi preferido es Romanos, claro), Eduardos y Enriques a cualquier intriga familiar; desde los palacios hasta las cabañas. Si bien, la estructura monárquica está dotada por definición de un plus de teatralidad. Y en fin, que como es nuestra imaginación, la del espectador, la que, según exhortaba el heraldo del Enrique V de Shakespeare,«debe vestir a los reyes», he aquí The Crown y su ropaje suntuoso y a la vez internado de la mitíca de la monarquía; no sólo la de Windsor, sino de la familia teatral. Porque el secreto de The Crown, de su encantamiento escénico, de su brillantez dialéctica, de su reflexión imaginativa, de su verosimilitud dramática es la fuente teatral de sus creadores, en toda la escala: guionistas, productores, diseñadores artísticos, elenco. El teatro es la escuela. Y en Inglaterra, patria del bardo (y el bardo, fundador de la patria de los cómicos), el teatro enseña cada razón y ángulo de la verdad dramática. Y de la condición humana. Por eso, The Crown es una estampación de saberes puramente teatrales, invertidos en el espectáculo para las pantallas. No hay prácticamente nadie en primera línea de The Crown que no se haya curtido en las tablas: ese espacio que sintetiza la grandeza de los asuntos y caracteres, su iluminación y su fondo, en los límites de una escenografía. Buckinham, Windsor, Balmoral han sido escenografías definidas por las presencias, las palabras, los silencios, los contraluces: teatros. Escenas antológicas como –cabalgo en desorden las temporadas– la pintura del retrato de de Churchill, la entrevista en televisión a Eduardo VIII, el capítulo del desastre de Aberfan –una de las mejores películas de 2019–, la conversación entre el Duque de Edimburgo y el príncipe William (que le conduce al abrazo paterno), el primer encuentro entre Diana y Mohamed Al-Fayed en el hipódromo, la conversación entre Michael Fagan y la reina tras colarse aquél en su dormitorio –que se valdría a sí misma en el West End–, el catálogo de empleos prescindibles en la Corte que Tony Blair le plantea a la reina, la sororidad final entre las hermanas Margarita e Isabel despojadas de toda realeza, los varios matchs entre Charles y su madre, la despedida de la reina, su esposa, con la que cierra el Duque o el careo entre las “cuatro” Isabeles II… Cada una de estas escenas merecería una producción en el National Theater, en Londres, en su sala magna, la Laurence Olivier. No hay, por cierto, casi nadie entre los que han inventado y representado The Crown que no tenga dos premios Oliviers o dos Tonys (si no ambos). Sólo la Madre de Isabel II (Marcia Warren, 80 años), había estrenado El espíritu burlónde Noël Coward. Y hasta Tom Brooke, el intruso Fagan, había pasado por todo el circuito (Almeida, Royal Court, Old Vic). Igual son los Windsor, pero en mayor proporción son Chejov, O’Neill o Shakespeare. Igual es Isabel II, pero es sobre todo, como dice el personaje, las historia de una mujer que en la atalaya de su vida no sabe qué mujer tuvo que dejar a un lado para ser reina. ¡God save The Crown!