Transito la Exposición Casas y calles. Me quedo un rato clavado delante de su cartel, con el edificio en construcción, la grúa, de la que parece pender el edificio, su mecano, su esqueleto, y entonces recuerdo que, no muy lejos del tiempo de esta casa, años 70, yo pude construir con mi padre una ciudad. Mi infancia tuvo en la recámara un despacho, una mesa más bien, en una empresa constructora, Construcciones Gilcon S. L., en Avenida de Portugal, 15. El 1º izquierda, lo recuerdo muy bien, porque subí en incontables ocasiones para buscar a mi padre a la salida de la oficina. Pero solía ir antes de la hora porque me fascinaba el material, de oficina, su olor, forma y textura: papel calco, gomas, lápices, tizas, minas, los sellos y tampones de tinta, las cintas para máquina de escribir, los metros, las calculadoras con rollo de papel. Y el atrezzo que componían, en el mostrador o en el suelo, las muestras de ladrillo, de pavés o de marcos de ventanas. Y, claro, el orden en que mi padre, un administrativo, tenía aquella caja de herramientas, aquella paleta, en cierto modo, de artista. Allí se pensaban y hacían casas. Y algunos sábados mi padre tenía que ir a visitar obras. “Visitar obras”: era un concepto o algo (porque yo era muy niño para conceptos, pero ya experto en los Exín Castillos o construir en el colegio, en trabajos manuales, casas con tizas o con pinzas de ropa), una cosa, en fin, que me fascinaba: mi padre iba a visitar obras. Yo, ahora, cuando visito ciudades, lo que intento es precisamente eso, visitar obras. Las ciudades son obras, las presentes y las pasadas, las que se erigieron y las que se sepultaron. Todas se solapan en el plano de la memoria, que es el proyecto urbanístico de nuestra existencia. Ese plano se despliega solo, mientras puede hacerlo, y por él nos vamos guiando. O perdiendo. El callejeo de esta Exposición reabre vías y galerías del pasado, más o menos reciente, y algunos de sus tramos son como estaciones fantasma del Metro, que los convoyes actuales pasan de largo pero el controlador, con su uniforme de chaqueta y gorra azul sigue en la caseta, y en penumbra. Conservo de mi padre alguna papelería de aquellos años que trabajó en la Constructora. Folios, sobres, hojas de presupuestos, diversos tipos de documentos, todos en blanco, como si acabaran de salir de imprenta. En alguno de ellos está la letra de mi padre, a BIC, su firma. Con la caligrafía de los oficinistas de entonces. Una forma de alfabeto también desaparecida, como tantas artesanías. Trazada con mimo de pendolista. Sabiendo que esa letra suya tenía que firmar y certificar. Las “certificaciones”. Alguna guardaba de alguna obra. “Certificar” las calles, las casas, la ciudad. Un amigo mío madrileño, cuando iba al cine y en la película salía Madrid, era salir e ir –como decía él– a “certificar” que los sitios (casas, plazas, calles) estaban, efectivamente, en el lugar donde la pantalla figuraba que estaban. Y sólo cuando lo certificaba daba por buena la película. Ciudades como Logroño permiten una certificación privilegiada por haber fusionado en un mismo plano poético la calle real y la de ficción a la vez que varias ciudades distintas; a Calle Mayor me refiero. Película en la que una de sus secuencias capitales sucedía en un edificio…en obras. Una de las imágenes, de los logos de mi vida, fue siempre, el grafismo de la Constructora, que tenía además sedes en Logroño y Valencia. Estaba en el ángulo superior izquierdo de la papelería: el dibujo de un contrapicado de un gran edificio de tres cuerpos. Un rascacielos como los que elevaba el arquitecto Howard Roark en la película El manantial (1949). Yo imitaba aquel logo en mis cuadernos escolares, intentando lograr la misma perspectiva. Sobre todo –qué paradoja– cuando el póster de El coloso en llamas era casi igual. Y yo, como no la podía ver, por estar interno en Valencia, precisamente, lo remedaba sobre la planta del logo. Alguna de aquellas certificaciones eran de unas obras destinadas a cines. Nunca construidos. También guardaba mi padre un llavero –sin llaves– de la Constructora con el que hoy abro el plano de la planta de mi recuerdo.