Por lo visto, hay últimamente colas de jóvenes que van a vender el iris de sus ojos a una empresa por un puñado de criptomonedas equivalentes –al cambio– a sesenta euros en un cajero automático. Y así, como tantas veces, la realidad ha superado a la (ciencia) ficción. Concretamente al test Voight-Kampff que inventara Philip K. Dick para su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, más tarde la película Blade Runner. La prueba del test –recuérdese que consistía en averiguar por ligeras alternaciones en el iris, provocadas al mentir, si el testado era humano o replicante– dio lugar a una secuencia memorable, en la que, al cabo de unos minutos, era ya el espectador el que se sentía investigado por el test. Al menos yo lo sentí así. Y de hecho, toda la película pretendía ponernos en la duda acerca de la naturaleza y componentes de lo que consideramos nuestra condición humana. Y en este caso, tratándose, además, del cine, el órgano de contemplación, que es el propio ojo, adquiría un valor de núcleo central, de disco duro. ¿Es el espectador de cine un humano o una suerte de replicante, en algún factor? Lo que es lo mismo: ¿el cine nos convierte, al asumir sus imágenes, en otros seres total o parcialmente distintos? El test Voight-Kampff, activado al inicio de la película y del despliegue de su espectáculo, constituía un control, un umbral ocular que no sólo tenían que pasar Leon y Rachel, sino también nosotros. Poco antes del test, las toberas ardientes, explosivas del Los Ángeles del 2019 se reflejaban en el iris de un gran ojo que ocupaba toda la pantalla, ascendidos como en un ara por la música de Vangelis. Desde luego, fue ese ojo de lo divino y humano, como ideado por una IA del futuro pretérito, uno de los ojos más importantes del cine después de aquel globo ocular de la vanguardia que Buñuel pinchara con una navaja barbera. Yo no quería extenderme sobre Blade Runnery su secuencia del test Voight-Kampff, pero es un ascendente que no se puede eludir. Y tampoco queda lejos su fábula, en algunos aspectos, de esto, que ya no es una fábula sino un criptonegocio, de vender el big data de tu iris por sesenta pavos. Aún recuerdo cuando, hace años, antes de Blade Runner, pero después de Bram Stoker, también se iba a vender sangre por un dinero. Ahora mismo, cualquier móvil, el que llevamos incorporado como una extensión más de nuestras extremidades, posee una tecnología más avanzada que cualquier dispositivo de los utilizados en Blade Runner, más cercanos a Julio Verne que a un smart phone. Pues en el móvil, ese dispositivo-espejo y ojo vicario crecen, (se) miran y (se) registran las últimas generaciones de seres humanos, una humanidad, por lo demás, plagada, ¡inoculada!, de cookies en todo su sistema nervioso. Hay algo –por mucho que a mí me parezca triste y peligroso, abiertamente trágico– como de transfer técnico en la venta. Lo que sucede es que una transación muy desigual: sesenta euros. ¿Cuánto valen los datos que se compran y venden entre corporaciones e industrias? Y mucho que temo que, lejos de discernir, como hacía el test, entre humanos y replicantes (al menos tecnológicamente, porque moral y vitalmente la película multiplicaba dudas y analogías), el banco de datos impresos en el tejido de nuestro iris –inmenso y profundo: nuestra recámara– podría ahora convertirse en la materia para replicarnos y re-codificarnos. Con todo, para mí hay todavía una reserva que me duele más, casi poética: la ignorancia de lo que nuestros ojos llevan, del tesoro de información que gestionan, de su sensibilidad. Y quizá sea su mayor tesoro las lágrimas. No en vano, Blade Runner acababa en las lágrimas del replicante mezcladas con la lluvia. Unas lágrimas humanas y más que humanas.
Pero esto –dirán ustedes, y con mucha razón– son cosas de un viejo ojo… de buey.