Ya he contado aquí en alguna ocasión cómo lo primero que me preguntó Betsy Blair, al poco de descender del avión en Bilbao, cuando fuimos a buscarla en 2008 para llevarla a Arnedo, a recibir el Azcona en Octubre Corto, fue quién había doblado su voz en Calle Mayor. Nada más llegar, fue sentarse en el coche y preguntárnoslo. Desde la primera vez (y voz) que oyó la película en español, años 50, siempre estuvo conmovida e intrigada por conocer la identidad de la mujer que había “sido ella” en el papel de Isabel Castro. Tenía algo así como una mezcla entre agradecimiento y sentimiento de deuda con quien, según la propia Betsy, había prestado al personaje verdad y belleza; complemento perfecto de su rostro de logroñesa de New Yersey. Le dije que era una extraordinaria actriz de doblaje, entre bonaerense y catalana, que se llamaba Elsa Fábregas, que ya tenía casi noventa años –dobló a Isabel Castro con treinta y cinco, con sólo dos más que Betsy– y que, para su conocimiento, también había sido la voz de Dorothy, la de Gilda o la de Norma Desmond. Fábregas fallecería, qué coincidencia, casi poética, a los pocos días de regresar Betsy a la Calle Mayor. Y Betsy sólo un año más tarde. De alguna manera, rostro y voz se fundieron en una sola Isabel Castro. Para siempre. El “siempre” del cine. Como ya habrán supuesto, esta historia me vino inmediatamente a la cabeza cuando en la Gala de los Goya, Sigourney Weaver le dedicó expresamente une mención y agradecimiento a su voz en las versiones españolas de las películas que había protagonizado. Y esta vez la actriz conocía su nombre: María Luis Solá. Casi casi, la Weaver, al pronunciar el nombre de la actriz barcelonesa lo estaba “doblando” a un acento anglófono. Así, por unos segundos, Sigourney Weaver fue la que dobló a María Luisa Solá. Y todo esto nos conduce al misterio y a la fascinación por el mito del doble. Que no sólo es un estudio cultural sino una vivencia, una sensación, una experiencia vital e íntima. Y para el actor o actriz, que tiene que negociar y pactar máscara y voz, que ése es su oficio, una sintonía (tonal y emocional), toda una reflexión (por el reflejo) y un extraño espejo. Y un extraño eco, que eso era el “eco” para los greco-latinos, que inventaron la máscara y la representación: la imago vocis, la imagen de la voz. Nunca mejor dicho, tratándose de la imagen del cine. Cómo no le iba a asombrar a Sigourney Weaver –cuyo eco ha sido la Solá ¡en cuarenta y tres ocasiones!– y a trasladar a otro sitio incógnito, interior y a exterior a la vez, que Dian Fossey tratara con los gorilas o que la teniente Ripley se enfrentara al Alien o que Paulina Escobar se reencontrara con su torturador o que Jill Bryant viviera ese año peligrosamente o que Dana Barret fuera la guardiana de la puerta cazafantasmas en un idioma que ella no hablaba y que no era originado por su aparato fonador. Insólita sensación extracorpórea hasta la llegada del cine, que “redobló” –literalmente– y reformuló la adhesión entre el rostro y la voz del comediante (que aquí también duplica su famosa paradoja del comediante: aparentar que sientes ¡y vocalizas! lo que estás representando). A la propia Weaver le ha parecido siempre –por lo visto, y oído de su boca en los Goya– que María Luisa Solá, de cuya voz ella es una espectadora más, que la de Barcelona hacía funcionar también la sagrada verosimilitud del personaje. Y es que un actor o una catriz de doblaje es, en primera instancia, eso: un actor o una actriz. Con todas las consecuencias. Y con una trayectoria y un histórico. Y así, por ejemplo, para enfrentarse María Luisa Solá, en nombre de su sosias (o viceversa) Sigourney Weaver, a la mandíbula acerada del Alien y a otros peligros, ya se había la cara y la voz con los pájaros de Hitchcock doblando a Tippi Hedren o, ni más ni menos que a Norman Bates doblando a Janet Leigh en la Psicosis del mismo Hitchcock. No hablamos, hablando de doblaje, de un autotuneado, si no –acaso– de una insospechada voz interior.