Dándole vuelta(s) al quebradero mental de Hamlet en la mítica Escena primera del Acto I, en la que príncipe de la duda ponía en secuencia –por este orden– el morir, el dormir y ya si eso, el soñar. De no ser las tres cosas tres fases de la misma ficción y de la misma tribulación capital: el famoso “ser o no ser”, irresuelto a fecha de hoy, y del que todo parte; incluido el primer verso de la escena. En el soñar se disolvía todo, o quizás es que todo no era más que sueño. Por entonces –bien lo sabían el de Dinamarca y el de Polonia, su primo hermano Segismundo, y por eso los sacaron en los papeles Shakespeare y Calderón– la vida era sueño. Y los sueños sueños son, y de ahí no salimos ni en los entreactos: es la pesadilla que se muerde la cola. Y cuántos personajes de la literatura o el cine llevan, por cierto, en la cara el estar “maldormidos”; logrando convertir, no obstante, ojeras y legañas en un estilazo, por encima del drama. El no dormir, como principio y como carácter. ¡A la Avenida de la Fama por el insomnio! A Bogart, por ejemplo, no le vemos dormir ni en El sueño eterno. Por lo visto, las españolas y españoles dormimos cada vez menos y peor. La calidad y el reloj de las sábanas blancas parece haberse deteriorado. Sobre todo después de la pandemia. Tal vez a fuerza de soñar y soñar con el día que saliéramos de ella. Porque llegados a esta cosa hamletiana del dormir y/o del soñar habrá que distinguir entre el dormir y el soñar. No sé si me vendrá de la infancia, en la que dormir me parecía una pérdida de tiempo porque yo sólo quería volver despertarme para seguir jugando, o al poco vería con los ojos como platos (de cenar, por la hora) las Historias para no dormir, a mí me pasa que duermo poco pero sueño muchísimo. Y todo lo que sueño me cabe en las pocas horas que dormito. Es posible que hasta el sueño se concentre e intensifique para caber en el tiempo limitado que le concede mi dormición. No debe ser por casualidad que un fenómeno parecido le suceda a los productos salidos de la llamada “fábrica de sueños”; es decir, a las películas. Su duración estándar ha venido siendo de noventa minutos. Y es en los primeros noventa minutos del dormir, tal vez soñar, cuando se produce la fase REM, profunda y revolucionada, pues durante ella nuestros globos oculares no dejan de moverse como bolas de billar tras los párpados (exactamente lo mismo, salvo que es a párpados abiertos, que hacen cuando persiguen las imágenes sobre una pantalla de cine). ¡Era! la duración estándar noventa minutos. Ahora mismo, esa medida áurea del relato ha saltado por los aires y los minutos en paralelo al desequilibrio temporal provocado por nuestro ritmo de vida. Ya nada dura lo que duraba. Me acuerdo de un tipo que iba al cine sólo a dormir en la butaca, no a ver la película (al menos, la que se proyectaba). Dormía lo que no dormía en casa y la película iba por dentro. Esa equivocación, digo, entre dormir y soñar persiste. Hablamos de cosas que nos quitan en el sueño cuando lo que nos quitan es la acción de dormir, y muy al contrario avivan, agudizan los sueños. Entre las recomendaciones que dicen los especialistas en tratar la pérdida del dormir figura “parar el pensamiento”. ¡Guauuuuu! Como si fuera cerrar la llave del gas cuando te vas unos días fuera de casa. Yo he tratado de hacerlo, lo prometo, lo de parar de pensar, pero me pongo y no hago más que pensar en que tengo que pararlo. Y si lo lograra: ¿dejaría de existir? Lo digo por descartar. Leo, en fin, las noticias en la prensa sobre la crisis de sueño que se ha instalado entre los españoles y me provoca aun más desvelo. Y el resto de noticias me provocan pesadillas: a lo que más temía Hamlet que podría parecerse el “sueño eterno”, aludido también en su monólogo: «la larga vida de la desgracia».Finalmente –aunque él no vivió para verlo, por la mala puñalá– a lo que más se pareció fue a una novela y luego a la película citada, que –a todo esto- es casi imposible de contar. Como sucede con algunos sueños (no eternos, sino del día; o sea, de la noche) y la vida misma.