El próximo 26 de abril se cumplirán cien años luz de la apertura de los Estudios Metro-Goldwyn-Mayer. De la “Metro”, de la “M-G-M”, de “la de león”, vaya. Aquel chiste que se contaba de unos que iban al cine, aparecía en pantalla el león y decían «Vámonos, que ésta ya la hemos visto». Y no es que ya estuviera vista, pero sí era verdad que en su rostro, salido de la orla que lo coronaba, se reconocía el signo del cine. Era como un “león de Paulov”, que era escucharlo y ya hacías hambre de película. Rugiente y poderoso. La divisa del cine, de su arte. No en vano, su banda proclamaba: Ars gratia artis. Es decir, «el arte por el arte». Ése fue el objetivo de la casa, desde 1924. El león lo defendía a capa y espada (sobre todo la de alguno de sus espadachines, piratas o mosqueteros). Y vaya que si se cumplió. Declaraba, además, otros propósitos la Metro: reunir más estrellas que en el cielo y hacerlo todo mejor, más grande y con más clase. En esa pelea por la bóveda celeste y por la magnitud, el león competía con otros emblemas colosales: una diosa Columbia, el escudo de superhéroe de la Warner, el logo monumental de siglo XX de la Fox, la montaña sagrada de la Paramount o la bola del mundo de la Universal. Fueron los años de los grandes Estudios: del Olimpo. Y una lucha entre titanes, que habían convertido la modesta caverna de Platón en el teatron más espectacular visto hasta la fecha. Teatro, teatron, viene del griego y significa “lugar para ver”. La del rey león y las otras, hablando del modelo clásico, habían conformado en una extensión soleada y litoral de la California una calzada inmensa en cuyos andenes se elevaba un imperio hegemónico, con colonias en todas las regiones del orbe, dedicadas a la gloria del entretenimiento. Otro de los adagios de la Compañía de Leo era ése: ¡That’s entertainment! En una de sus películas más célebres y más representativas de la voluntad de ser el mayor espectáculo del mundo, gracias al glorioso technicolor (al que tantos incendios míticos se le tributaron, desde Roma a Tara), la presencia del Circo y hasta de los propios leones en la pista, me refiero al Quo Vadis de 1951, salía en la secuencia de la orgia de Nerón previa a la falla, Petronio (el actor, cómo no, ¡Leo! Genn). Y era el sin par árbitro de la elegancia el que le daba al emperador tres consejos de cara a que midiera sus expansiones: no aburrir, no mutilar las artes y… no llevarlas demasiado lejos en nombre del arte por el arte. Tres frases que podían haber figurado perfectamente en los despachos de los directivos de la Metro-Goldywn-Mayer (de ¡Leo! Mayer). O de cualquier otro templo del entertainment. Qué gran Consejero Delegado hubiera sido Petronio, abogado de esa “clase” que buscaba la legendaria productora en sus películas. En lo personal, recuerdo haber entrado de niño en la platea del Bretón, o del Moderno o del Diana, con una película Metro que estaba comenzando y escuchar el rugido de su león, que parecía se había escapado de la jaula y se abalanzaba sobre las primeras filas. Y algo o mucho de ser devorado por el cine, por sus imágenes, es el secreto de su disfrute. Y luego: si ustedes se ponen en Portales, enfilando Sagasta y miran el León Dormido y luego miran el león de la Metro de los años 20, verán el parecido en su perfil de efigie, como egipciaca. Tampoco estamos, ahora que lo pienso, lejos de la antigua Cafetería de Los Leones, hoy un pasaje de la memoria, y que ya tuvo su momento en el cine, ars gratia artis.