No sé qué habrá pasado este año, no han trascendido noticias, pero desde el 23 de abril de 1998, ignoro si por hacerlo coincidir también –o por casualidad– con el centenario del Desastre, pero desde luego sí con el día del Libro, además de por cercanía con el 3 de marzo, efeméride del fallecimiento del escritor sevillano Alejandro Sawa, quien abandonara este mundo en 1909 pobre, demenciado y ciego, huestes teatrales del Foro apadrinaron “La Noche de Max Estrella”: otro iluminado en la sombra, como lo fuera Sawa, en cuyo perfil basara Valle-Inclán la figura, ambulancia y destino de su hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales. Y depende de cómo cayera la Semana Santa, esa noche, que lo es también del siglo de las luces de la Bohemia, se anticipaba a –o confluía con– la sucesión de procesiones devotas; bien que en este caso de un profeta tabernario, laico y latinoche, que diría Umbral –reléase su vademecum de 1968 sobre el de Villanueva de Arosa–. Y así, la cofradía de “estrellados” verificaban a pie y de noche, arropados como mucho con una bufanda alusiva, el vía-crucis de Máximo por el Madrid heredero de aquel «absurdo, brillante y hambriento» de la pieza –creo que ése era el orden calificativo, pero puede alterarse y no altera el resultado–; triple blasón que Valle le adjudicó al lugar del drama tras revisarlo definitivamente –y ahí voy– en 1924, añadiéndole al retablo tres cuadros alucinantes. La noche encomendada a Estrella consistía en ir de estación en estación. Y en cada cual su dolor, su controversia, su elenco y su esperpento. Los costaleros del poeta recordamos ciegas la hoja de ruta y los golpes en las andas: San Cosme, Pretil de los Consejos, Montera, Pasadizo de San Ginés, Sol, Colón, Recoletos, Felipe IV, Costanilla de los Desamparados y Cementerio del Este. La vigilia, por lo demás, venía a celebrarse en vísperas del Día Mundial del Teatro, 27 de marzo, que este año cayó en miércoles, mereciendo, por cierto, una carta enamorada de Sonia Oliveira, zarandulera, en este diario. Y en esto, lo del teatro, si hay que centrar en un texto teatral español todas las circunstancias del ruedo ibérico y los accidentes –cuando no exequias– del mérito; si hay, en fin, que como en una diatriba del colmado modernista de la función deliberar qué tragedia merece la gloria del divino William es Luces de Bohemia, completada en dos tiempos históricos y craneales: escrita primero 1920, en el semanario España (no podía ser de otra manera, pues de España trata, en lo que más nos duele), y luego remedada –¡y cómo!– 2024. Con lo que este 2024 se cumple el centenario de las luces integrales, las escenas de 1920 más las tres añadidas en 1924 con las que Valle cerró el mus: ni más ni menos que la II –la librería de Zaratrusta, en la que repasa cómo anda el país–; la VI –la del preso catalán de todas partes (sic)– y –me retiemblo al citarla– la XI; es decir la de la madre con el niño muerto por la fusilería de la guarda gubernamental. A Umbral, procesionario flaneur por Madrid, no se le escapó en su ensayo sobre Valle la condición cuaresmal del circuito trazado por Max Extrella en Luces y la presencia consciente o inconsciente de la Pasión de Cristo. Umbral, que bien podía haber sido uno de aquellos jóvenes modernistas de la pieza; Umbral, a quien también se le podía dedicar un trono y un paseo nocherniego a hombros de los que recortábamos las columnas de su spleen de Madrid como hojas de santoral, concluía «El itinerario de Max Estrella a lo largo de Luces de Bohemia tiene algo de calvario. […] Tiene su Judas en don Latino, que le vende por unas monedas de unos libros chalaneados […] Encuentra su Pilatos en el ministro que se lava las manos […] Su Magdalena en el Paseo del Prado […] Y después de muerto, un extraño alemán habla de algo así como una posible resurrección». Es, efectivamente, Basilio Soulinake, que declara su muerte “acientífica”: «no está muerto, sino cataléptico». Aleluya.