El cosmos es un show. El más grande. No sólo el mayor espectáculo del mundo, o de la tierra, on earth, como se titulaba aquella maravillosa película del circo. Y un circo es también el universo, de muchas pistas, centrales y orbitales. Y en cada una de ellas se obra un prodigio, o una película […]

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Bernardo Sánchez Salas

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El cosmos es un show. El más grande. No sólo el mayor espectáculo del mundo, o de la tierra, on earth, como se titulaba aquella maravillosa película del circo. Y un circo es también el universo, de muchas pistas, centrales y orbitales. Y en cada una de ellas se obra un prodigio, o una película de catástrofes en forma de prodigio. A veces, todo esto sucedió hace millones de años (luz), de forma que lo que nos llega es el fuego fatuo de estrellas muertas antes de que existiera el tiempo, tal y como ahora lo medimos. Eso es el universo: su propio eco, su propia resonancia.  Ya ocurrió todo. Y el reino soberano sobre el que el universo se expande es el reino de la oscuridad. La oscuridad lo contiene todo. Nos contiene. Y por eso nos asombra (de sombra), nos fascina y nos atemoriza. Tiene algo de ver con una gran proyección en una gran pantalla instalada en una cueva cinematográfica. Y es el cine una obra de y para la oscuridad. Y en muchas ocasiones –desde luego, siempre que es capaz de deslumbrarnos– eclipsa lo que está detrás de sus paredes: el mundo, la realidad exterior, el presente. Incluso a nosotros mismos, en nuestra existencia a la luz del día. De hecho, los millones de espectadores que el lunes contemplaron el eclipse de sol parecían, con sus gafas, estar viendo una película en 3-D. La semana pasada, por cierto, pusieron en La 2, por la noche (cuándo si no), Barrabás (1961). Comienza con un eclipse, con el gran eclipse. Más que un eclipse, el apagón universal, la oscuridad que –según el relato evangélico– se cernió sobre al planeta tras la crucifixión de Cristo. Era un eclipse real, que coincidió en fechas con el rodaje y que la producción aprovechó para darle realismo al cuadro. La gente, cuando se estrenó la película –toda ella oscura de por sí– iba a verla para ver el eclipse real del inicio, en una pantalla de cinemascope que durante la secuencia se convertía en un planetarium. En el que el sol era ocupado y borrado por la luna. El día por la noche. O viceversa, porque figuraba no ser sólo un fenómeno astronómico, sino un apocalipsis en el que cielo y tierra se solapaban y quebraban. El fin de los tiempos, vaya. Incluso viendo la secuencia en la pantalla del televisor dañaba la vista. Y un velo de penumbra quedaba adherida a la retina, sin desprenderse a lo largo del metraje de la película, que concluía con una especie de réplica del eclipse inicial. Y es que el apagón total, como decía antes, nos sobrecoge pero nos atrae con una fuerza vertiginosa. La posibilidad de asistir a él saliendo indemnes, alimentando la ilusión de que en la transición, en los minutos de fundido en negro, haya sucedido algo que nos devuelva a un mundo por estrenar. La idea de que el eclipse no sólo lo ha deslucido sino que ha ejercido un borrado global, y que al vsolver a iluminarse el escenario todo será y seremos nuevos. Es la emoción también que supone el compartir una noche continental. La atracción, en fin, de la nocturnidad. Y de despertar de ella. Y –hablando de circo– el truco de los trucos, a lo Copperfield: de pronto todo se oculta a la vista y ¡voilà! todo reaparece.  Ya lo hizo con la Estatua de la Libertad, podría hacerlo con el Océano Pacífico o con Siberia. Es sólo un truco de espejos. Y de mirar donde el mago quiere que miremos. En general, vivimos en un eclipse, si como se suele decir cuando el dedo se dirige hacia la luna hasta taparla, el sabio mira la luna y el que no es sabio mira el dedo. Ese eclipse dactilar es el que suele causar nuestra ceguera más habitual, en un sentido amplio.  En fin, nos perdimos en su momento el big-bang, que tuvo que ser eso que ahora se llama una gran experiencia inmersiva; y tampoco llegamos al espectáculo de la primera glaciación, imponente, cabe imaginar; ni al impacto del meteorito que acabó con los dinosaurios, impresionante velada de son et lumière; pero seguro que alguien ya está pensando en sacar a la venta entradas para el fin del mundo. Para cualquiera de sus episodios. Y que las plataformas ya están pujando.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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