Podría muy bien explicarse la Transición como un cambio de voz: de la del NO-DO a la de Victoria Prego. Un cambio radical de timbre y de género. De un tono viril y retorico, como de parte de campaña a un tono de rotativa, moderno y periodista. Al hilo de nuestra propia rotativa intrahistórica, que iba a gran titular por día, primera plana a primera plana, la última transicionando sobre la anterior, a un ritmo complicado cuando no crítico o peliagudo, difícil de entender si en tiempo real o tiempo después alguien no ponía en orden los acontecimientos. Como hizo la Prego con nuestra bisagra entre la dictadura y la democracia, al modo de una radio instructiva y gráfica. Y un cambio –esto es clave– a un tono de mujer, claro; seguramente la primera mujer que se hizo cargo de nuestro relato general, en el prime time de la televisión. Con el tiempo, Vitoria Prego ya ha pasado a ser parte del relato de aquellos años, no sólo su Scherezade. Es un punto fundamenta del dial. En lo social, en lo cultural, en lo político, por supuesto. Su voz acompañó –y fue– la banda de sonido de un tiempo en reforma, que ella pasó a limpio (que no es lo mismo que blanquear, como hay quien injustamente, a mi juicio, le censura) para incorporar la crónica del cambio a nuestra vida cotidiana y tirar hacia adelante. Y sigo pensando que su resumen nos fue de una enorme utilidad. A mí ahora, los cachitos de hierro y cromo de la Transición me parecen indisociables de la voz de Victoria Prego. Es más: me parece que algunos de sus hechos acabaron de cobrar verosimilitud por ella, por su redacción. Yo la escuchaba de joven, en casa, con mis padres y hermanos y, me parecía la Prego una más de mi familia; como si una prima mayor universitaria viniera a contarte cómo había transcurrido la legalización del PC, por ejemplo, o la formación de la UCD; y como eso, mil cosas más que fue muy útil, ya digo, enhebrara Victoria Prego, para una mejor asimilación de lo que nos iba sucediendo por dentro y por fuera. Victoria Prego hizo de la Transición algo familiar, y centrista o centrada, por cuanto su voz se colocó en un centro tonal, sin estridencias ni extremismos. Escuchas cinco minutos de los programas de Victoria Prego y, comparado con el mátrix horrísono y tóxico que está cayendo, es como si te estuviera narrando la muerte del dictador Mari Carmen Goñi, aquella Valentina prodigio de sensatez, moderación, e inteligencia. Y en horario infantil. Victoria Prego, y así la recuerdo, junto a su sonrisa y su pelo, fue de los últimos exponentes –en un país, como España y los españoles, históricamente pegados a la radio, para recibir las nuevas y las malas– de esa oralidad imprescindible para que las cosas acaben siendo verdad. Como nos resulta inconcebible que el hombre pisara la luna si no te lo hubiera contado Jesús Hermida, o que el planeta fuera azul si no te lo mostraba Félix Rodríguez de la Fuente, o que hubiéramos ganado alguna vez Eurovisión sin que te le contara José Luis Uribarri o el 23-F sin el manifiesto de Rosa María Mateo. Ha fallecido Victoria Prego –a la que seguí ya mucho menos en los últimos tiempos, pero nunca olvidé– y al volverla a ver en los betacam de la hemerotecas televisivas pienso en su narrativa aun hoy irresistible, en su literatura –que alimenta el periodismo que pervive–, en su afabilidad, comparable a su rigor, y que lo que llamamos la Transición ha podido acabar en buena parte esta semana. Y como digo, una especie de voz en offdoméstica, y también una clase de país con difícil encaje en estos momentos de crispación y ruido. Oigan, para recuperar un volumen vivible, a aquella Victoria Prego.