Se vio este viernes por dónde va a ir el nuevo apocalipsis. No habrá nada de lo pintado hasta ahora, un final made in Hollywood lleno de fuegos artificiales y sensurround; no, nada de eso a lo que ya nos habíamos resignado y veíamos venir desde que el ser humano comenzó a fabular su última escena, mitad apoteosis mitad descojonación: el apocalipsis de libro, con su tradición literaria e iconográfica. No digo que fuera un planazo pero ya nos habíamos hecho a la idea. Pues no, no habrá espectáculo en el cuadro final. Y al igual que hemos aprendido recientemente cómo un agente microscópico –bacteria, virus, bicho, cosa– puede echarle el cerrojo al mundo si no llevarse por delante a la especie, de una semana para otra; que hemos comprobado cómo la catástrofe puede producirse por la mínima o lo mínimo, incluso invisible, casi inmaterial, pues así, el viernes se bordeó el colapso global por un error involuntario en un sistema ¡antivirus! –gran ironía– del mayor operador informático del planeta. Véase que el caos pánico no sobrevino por un boquete del tamaño de los impactos de la guerra de los mundos, sino por un orificio, por una fuga menos que minúscula, sin dimensión, vaya, virtual, digital, un algo indefinible e imprevisible en el algoritmo. Y además involuntario. O sea: que sucedió sin poder hacer nada. Sucedió. Se escapó. En una región, un sitio, lo que sea que estaba previsto fuera –muy al contrario– una zona diseñada para funcionar de escudo. La sensación de –pese a todas las providencias informáticas– habernos quedado durante horas con culo al aire es muy grande. Y el barrunto de que nos mantenemos en un funcionamiento frágil cuando no cautivo se va instalando. El temor de estarnos jugando todo a una sola carta. Si la carta está operativa, seguimos jugando, pero si un día falla, peta el invento, con nosotros dentro, claro, sin WIFI y sin nada que hacer. Atrapados por el fallo en el sistema. Y somos muchos millones para ir andando por ahí como vaca sin cencerro, tirando del trolley. Y llama tú a un servicio 24 horas de averías algorítmicas universales. Imagínense la factura. Y en fin, que lo del viernes nos sirvió de ensayo general del neo-apocalipsis. Y la experiencia –que seguro no fue la primera, porque de otras no habremos tenido ni noticia oficial– confirma lo que ya nos avanzaba la ficción: que lo que llamamos y consumimos como futuro podría ser una forma o tiempo elongado –mediante una juguetería, accesorios y merchandising ilusorios– de regreso al pasado. Materialmente, de regreso a la cueva. Corren los años –corren más, yo creo, los últimos años– y la impresión es –entre la re-edición de las guerras y la opacidad de lo digital– que caminamos hacia una segunda temporada (o décima) de la alta Edad Media, o por ahí. Ahora que la vida nos va en un pin dinámico, y las cosas de activan por contraseñas y apps, y es esto la modernidad, señoras y señores, cunde una especie de nuevo –también– nihilismo. Ofimático, algorítmico, on line. ¿Desde dónde se hace el click para que las cosas rulen; o se deja de hacer y se jode el Perú? ¿Quién o qué está en el cuadro de mandos de Oz? Durante mucho, mucho tiempo, las cosas se estropeaban poco a poco o por partes o por barrios. Y se iban reparando, mejor o peor. Era como un deterioro artesanal de las instalaciones. Ahora mismo –se vio el viernes– no tenemos más que un golpe Y apagón. Una mañana, el escudo que creías te cubría, se agrieta de parte a parte y en décimas de segundo el mundo desaparece a tú alrededor, y tú móvil se ha convertido en un viejo transistor estropeado, y lo que estaba dentro de su cerebro de silicio ha quedado borrado como si la memoria, la nuestra, fuera un artefacto que puedes desenchufar de la red. Y en fin, todo lo que ves desde la ventana de tu salón es basura espacial. Y queda el viejo dilema analógico de siempre, indestructible: entonces, ¿a qué nos podemos agarrar?