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Bernardo Sánchez Salas

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Fantomático

A medida que la ceremonia iba entrando en la noche, yo me daba cuenta por qué no podía apartar los ojos de la televisión. Claro: París se internaba en una especie de entrega de Fantomas. En una entrega grandiosa, con la toda ciudad como tablero y laberinto. Igual que en las novelas de Souvestre y Allain; igual que en las películas de Feuillade. Una materia alumbrada en escala de grises, con una luz trémula de grabado, de viñeta bizarra y de cinematógrafo, entre 1911 y 1914. París jugó el viernes en las pantallas de todo el mundo esa faz fantomática. Levantó un escenario en el que es maestra: de la urbe y del drama: la nocturnidad brillante, misteriosa y gótica, velada por un telón de lluvia, de saetas de lluvia plateada que destellaban sobre el desfile de chalands abanderadas y la cordillera de impermeables en los márgenes del Sena. “Mientras…” (como en un inicio de capitulo o de secuencia en paralelo) en el exterior de esta cuenca romanceada y fantástica, 800.000 viajeros se encuentran paralizados en estaciones ferroviarias de todo el país; como si Fantomas se hubiera hecho cargo del sabotaje, culminando así su venganza definitiva, el episodio final, sin que el inspector Juvé, su némesis, pueda evitar el crimen. Y veía en la retransmisión de la inauguración los planos panorámicos del trayecto, desde el Pont des Arts hasta Trocadero, y me venía a la cabeza el affiche que hizo la Gaumont para el primer Fantomas de Feuillade, de 1913, con el dibujo del villano, trajeado de gala, como para ir a la Ópera, aumentado a un tamaño colosal y enarcado sobre el área de ese mismo recorrido. Con un pie tras la Torre Eiffel y el otro a la altura de la Conciergerie. Su mano derecha queda suspendida, detrás, como si le hubieran borrado el bastón, y la izquierda –ambas enguantadas, Fantomas, es una versión del ladrón de guante blanco– le sostiene el rostro disfrazado. Parece que no estuviera ingeniando cómo sabotear la ciudad, sino más bien pensándosela. Recuerdo, seguidamente, que tuve años este cartel en mi habitación juvenil. Y que inspeccionaba los ojos de Fantomas tras su antifaz. Aún lo conservo. Tiene los orificios de los alfileres que lo prendían a la pared. Hace días, la alcaldesa de la ciudad, enfundada en un traje de neopreno a modo de escafandra, se sumergió en las aguas del Sena para demostrar que sus aguas eras practicables y no un caudal residuos ni veneno, ahora pasa el cortejo y veo, ya emboscados por la noche, una sucesión de entorchados; un encapuchado que trepa con un carcaj la techumbre del Gran Palais; un carnaval de danzantes que bailan en barcazas o en las pasarelas; un circuito acuático que es una gran laguna negra; una luna de luz led, un caballo mecánico, autómata, montado por un jinete fantasma que surca el Sena, deslizándose sobre sus aguas, podía haber sido una alucinación de Boileau y Narcejac; el faro de la Torre Eiffel restallando, activado como una gran central eléctrica; y en su piso superior a la diva, a la Castafiore, cantando por Piaf, urbi et orbe; pero que también viene a confirmar su canción para el Titanic, coetáneo, por cierto, de Fantomas: «Te veo cada noche en mis sueños. Y te siento. Y así sé que sigues ahí». Podría, por tanto, estar dedicada también al mar de París, al Paris Plage, que surgió hace ya muchos veranos, y que este mes de julio es ya transoceánico. Y veo, en fin, la pirámide del Louvre, como un gran farol, sin turistas, y un globo julioverniano, alzándose sobre la isla misteriosa de unas Tulleries vacías. Es, de hecho, este París del viernes a medianoche, como el que Verne imaginó para siglo XX: palacios de luz, vehículos autopropulsados, trenes resplandecientes y aéreos que atraviesan las calles, fogosidad americana, febrilidad, redes subterráneas, electrificación universal, aire comprimido y multitud de asuntos. Un París de feuilleton. De Fantomás y de Arsenio Lupin; de Verne y de Tintín; de vampiros y de apaches. El romanticismo como categoría olímpica.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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