Están contando por fascículos a Lina Morgan en una plataforma. Yo atesoro un episodio personal, que hace que recuerde a la actriz a través de un personaje que nunca llegó a interpretar. Todo empezó –tratándose del teatro, siempre es así– con mi tía María Luisa. A finales de los ochenta, me llevó a ver a Lina Morgan a La Latina, coliseo del que ya era dueña de paredes. Lina, no mi tía, aunque podía haberlo sido –por derecho de espectadora– de al menos una de sus butacas. Además, yo le bromeaba a veces cuando se ponía payasa diciéndole que le salía una Lina Morgan. Y es que mi tía tenía –por días– trazas de todas las actrices que le gustaban: una Ana Mariscal, una Concha Velasco, una Aurora Bautista, una Lina Morgan. Yo quería ver una Revista, de verdad, con herederas y herederos de los que la inventaron. Nos tocó –y ya tenía el título algo de despedida, de ella misma y del propio género– El último tranvía, la penúltima función de Lina sobre un escenario. También salían Pedro Peña, de senior de la comedia y Jeny Llada, una vedette de tacón a diadema. Trataba de Remedios: una hija, que abandonada en el pueblo por su padre, la cría su tía; y al morir ésta le deja a su sobrina una herencia que Remedios vendrá a cobrarse a la capital y, de paso, a buscar marido. Lo podía haber cogido Benavente, vaya. Años más tarde, en 2001, Lina Morgan, que de nuevo como la “Reme” había habitado en el Hostal Royal Manzanares de la tele y había echado el telón en su Latina con Celeste no es un color –titulazo, más de Stephen Sondheim que de una Revista–, vio la adaptación que hicimos de El verdugo de Berlanga y Azcona y decidió llevarla a su casa. Sabia, como era, supo ver en aquel alegato contra la pena de muerte –tema inédito en las tablas de un local de varietés– el tuétano de entremés, de sainete, de comedia popular, y de pieza para cómicos (estaban, claro, Juan Echanove, Alfred Luchetti, Luisa Martín). Tenía aquella Carmen (Luisa) de la historia funeraria un algo de la Remedios del tranvía. Y en La Latina se mantuvo El verdugo dos temporadas. No podía rivalizar con las 1700 funciones de El tranvía, pero funcionó muy bien y en cierto modo reinventó el repertorio de la futura Latina. Quedaría para otra entrega mía el relatar el mano a mano, en un velador de la Cafetería del teatro, la conversación entre Rafael y Lina. Un mundo. Compartido por primera vez. Aunque Rafael conocía el trabajo de Lina, y lo que suponía, porque viviendo al principio en pensiones de Fuencarral, estaba justo enfrente de los teatros donde actuaba Lina con su Compañía y le embelesaba la salida de las chicas de coro por la puerta de artistas. Un aire que luego Rafael trasladaría a las arrevistadas ¡Pim, pam, pum fuego!, La Corte de Faraón o La Marcha verde. Y entonces, agradecidos por El verdugo, y pensando en coronar la carrera de Lina con una creatura que ella hubiera conocido, asimilado e interpretado como nadie; a la que le hubiera dado todo su sentido, con conocimiento de causa, con esa mezcla inigualable que ella disfrutaba de mohínes infantiles y picardía, de sufrimiento y alegría, de carga de trabajo y ligereza, de seriedad y humor tronchante, de circo y drama, de cómica de la legua y jefa de pista, de clown y vedette, de veterana y a la vez “no edad”; una creatura que hubiera destilado todo lo que ella había significado como actriz y persona; toda la emoción, juego, sacrificio, sin despintarle la sonrisa; entonces, digo, quedamos en el Hotel Palace de Madrid para convencerla de que, en lo que la adorábamos, sería maravilloso que culminara haciendo en un escenario la Gelsomina de La Strada de Fellini y de la Masina. La acababa de hacer Rita Pavone en Roma. Rafael estaba dispuesto a traducirla si era para Lina. Gelsomina –que ya veíamos Gelsolina– aquella “Remedios”, hermana de la esposa del viudo y forzudo Zampanó, a la que éste comprará para su carromato ambulante. Durante unos días tuvimos la ilusión de que Lina lo iba a hacer. Quiero pensar que también ella.