A principios del siglo XX, un Nobel de Fisiología alemán, Paul Ehlrich, acuñó el concepto de “bala mágica” aplicada a la capacidad de algunos agentes antibióticos para hacer diana en los patógenos malignos sin dañar colateralmente las células del entorno ni, por tanto, el cuerpo infectado. La magia de esta “bala” consistía en sus propiedades […]

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Bernardo Sánchez Salas

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La última bala

A principios del siglo XX, un Nobel de Fisiología alemán, Paul Ehlrich, acuñó el concepto de “bala mágica” aplicada a la capacidad de algunos agentes antibióticos para hacer diana en los patógenos malignos sin dañar colateralmente las células del entorno ni, por tanto, el cuerpo infectado. La magia de esta “bala” consistía en sus propiedades selectivas: atacaba únicamente el foco infeccioso. Como cuando Carmen Sotillo, en sus cinco horas frente al túmulo de su marido, deseaba que ojalá hubiera bomba atómica pero que matara solo a los que no tienen principios. Edward G. Robinson encarnó a Ehlrich en una película Warner de 1940, con la bala en el título: La bala mágica del doctor Ehlrich. Para entonces, el mundo ya estaba metido en la segunda balacera mundial. Esta metáfora balística del alemán, en principio “benigna”, digamos, sufrió en 1963 una deriva de trayectoria y significado cuando, en Dallas, el mítico proyectil atravesó a John F. Kennedy y luego la mano, muñeca y muslo del Gobernador Connally. La conocida “Teoría de la bala única”, apodada “mágica” por su caprichoso y fatal recorrido. Pero, a la inversa de los antibióticos de Ehlrich, esta bala pervirtió su magia atacando y destrozando de entrada (y salida) el cuerpo. Kennedy, por cierto, venía de gestionar lo que podía haber sido la bomba atómica, que no hubiera contemplado el efecto profiláctico que deseaba la Sotillo. Y volviendo al cine, esta semana en la que Alec Baldwin acaba de ser absuelto de la acusación de homicidio involuntario provocado por la bala que, durante el rodaje del western Rust, salió de un Colt 45 de armería de atrezzo, presuntamente manejado por él, y que acabó accidentalmente con la vida de la directora de fotografía Halyna Hutchins. A su vez, un puñado de balas no declarados por la Fiscalía en su momento, y que hubieran afectado al caso, concluye en la desestimación del homicidio. Tal es este número de prestidigitación de munición. En un mundo, el del cine, en el que, pese a su verismo en pantalla, cada vez más hiperrealista, sabemos que la violencia física –uno de sus temas mayores– es un simulacro. Es más: la bala, las balas, coreografiados en las películas, son un objeto, un artefacto, con un altísimo valor material y a la vez simbólico. Forman parte, precisamente la artillería del western, de un folklore visual e histórico que ha traspasado –nunca mejor dicho– fronteras. Las balas y sus Colts o sus Winchesters son complementos de la ficción aventuresca. Las balas son como un personaje, como un lenguaje. Como una música, casi, pues el cine nos ha enseñado cómo silban, y a distinguirlas por sus silbidos. Y mostrarnos cómo vuelan. Forman ya una especie de ballet trágico, parte de nuestra memoria del ocaso de destinos, tiroteos como el de la muerte de Bonnie & Clyde, de Sonny en El padrino o la secuencia final de Grupo salvaje. La última versión del curso y tempo de una bala es la que se inventó para Matrix. Denominaron a su tecnología y a su poética Bullet Time: tiempo de bala. Y es ya un tiempo digital e irreal, en el que la inteligencia autónoma del proyectil hace orbitar –baile y bala– el cargador al ralentí, en torno a un personaje que evoluciona como en un paso de danza contemporánea. Pero, ¡ojo!, a su vez –y esto es otra virtualidad de lo cinematográfico– la simulación del cine nos devuelve al peso de lo real: las balas matan. Lo saben muy bien en un país en que en las unifamiliares conviven armas de repetición y electrodomésticos. Y al cinturón del pantalón van enfundados el móvil y una pistola. Y una mañana, a un colegio, entra un tipo a acribillar de verdad a unos adolescentes. En el cine y en la vida real, las armas las carga el diablo. El rodaje de Rust fue una prueba más. Y esta tarde, en fin, y en otro campo bien distinto, no esperamos más que goles mágicos. De la escuadra española. Aunque sea un único gol, pero que repte, circule, baile, se interne, ataque la portería contraria y acierte en la diana del tanto.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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