Como no te puedes bañar dos veces en el mismo río, no puedes atravesar dos veces el mismo puente. Si por sus ojos arqueados ha discurrido un siglo, razón de más. El domingo pasado, el tiempo, su materia, se hizo una placa en el Viaducto San Martín, en Ortigosa de Cameros, que cumplía cien años a la vez que iniciaba, remozado y reforzado su esqueleto, una segunda vida abrochando los dos barrios de la localidad. Y el pasado y el presente, cada cual con su elenco humano y paisaje. Una placa esencialmente civil, que comunicaba con otra realizada exactamente el mismo día de 1924, y que mostraba lo mismo que este domingo simétrico de 2024 pretendía reeditar: el pueblo, más forasteros venidos para la ocasión, pasando por su puente, recibiendo la obra, certificándolo con su andar, bendiciéndola con su procesión y posando delante de un espejo que iba a fijar sobre vidrio, en el interior de una cámara oscura –cueva frágil, por cristalina y penumbrosa–, el cuadro. Y a mantenerlo para la posteridad. Así, la placa fotográfica también ayudaría a sostener el puente. El domingo, sobre un viaducto que en un mismo instante fundía lo viejo y lo nuevo, volvía tensarse la animación del origen, bajo un mismo cielo pero distinta luz y un paisanaje que hacía –orgullosos– las veces de los ascendentes centenarios. Familiares de algunos de ellos, rehicieron el camino entre las dos orillas, con hijos y nietos. Antonio Tejero y Jesús Rocandio fueron los cooperadores de la nueva sesión de gelatino, bromuro y plata, que como si se tratara de un palimpsesto de la placa de Alberto Muro rehabitaron la escena calcando perspectiva e intención. Y allí estuve, en un recodo de la barandilla del viaducto, emocionado, pues era vía directa con tantos domingos que de niño lo crucé con padres y tíos. Mi padre, tan enamorado de los Cameros y mi tío Félix, “nevero” por familia, de los que hicieron las Américas. Volví a ser ese niño el domingo. El mismo vértigo mirando el abismo, midiendo cada paso que conduce al otro lado y en este caso, mirando a un cámara para que esta vez, sí, quedara constancia en la placa del siglo XXII que un día formé parte de ese puente. Y viceversa. Mi tío Félix Sáenz era pianista. Y al ingresar después de la sesión fotográfica en la Iglesia de San Martín a escuchar el maravilloso concierto de la extraordinaria pianista riojana Valvanera Briz Corcuera y encantarme con el aire romántico de su programa, fue ya sólo mecerme, de entrada, en la Cuna de Guelbenzu, y desde aquí a Gurbindo (pasando por ilusiones, rumores, flores y mariposas), y empezar a ver… una película. Como si Valvanera ejerciera en ese momento de pianista de cinematógrafo mudo, ilustrando la fantasmagoría con sus armonías. Y comencé a imaginar la película de aquel día, en blanco y negro. Su rodaje. Con la figuración ortigosense mirando al artefacto de la manivela, con la ropa de domingo y los mantones. Sonrientes y orgullosos, con la misma compostura con la que se posaba delante de los minuteros de las plazas y espolones. Con sus movimientos alterados graciosamente por la proyección; gracia que la pianista subrayaría con alguna frase musical. Una procesión pero también un estudio de población. Y estuve todo el tiempo viendo esa película durante el concierto. Y seguramente esa película existió y se vio. El Teatro Moderno de Logroño anunciaba en prensa el 28 de octubre de 1925 que se iban a proyectar junto a un documental sobre la reciente visita de Alfonso XIII a la capital, unas “vistas de la Sierra de Cameros. Con la inauguración del Puente de Ortigosa”. Había pasado un año, pero lo fantástico de la proeza y la belleza del escenario mantenían de actualidad el acontecimiento. Ahora en 2024, este viaducto reconstruido por una triple ingeniería, la estructural, la fotográfica y la de la memoria –la de la memoria, en fin– es también un puente de ausencias; de seres, huecos y espacios. ¿Pero qué otra cosa es una fotografía que un puente con lo ausente?