En la película de Bayona, de 2004, una unidad familiar, pudiente y acomodada, formada por un matrimonio y tres hijos, se iba a Tailandia a pasar las navidades –además de para filtrar su propio mar de fondo, algo revuelto– y una mañana, desde el borde de la piscina, vieron anonadados e impotentes cómo el muro gigante de un Tsunami se alzaba sobre el resort, sobre sus cabezas y sobre sus vidas, que mutaban en un visto no visto de la vacación a la pesadilla. Antes de Navidad. En unos pocos segundos, unos segundos como suspendidos, unos segundos desconocidos e ingrávidos, una marea que se iba engrosando y enroscando en medio de un silencio sordo y voraz, borraba la frontera entre el cielo y la tierra. Lo borraba todo y a todos, sumergiendo cuerpos y almas y sembrando el lecho marino de memorias ahogadas, como el título del libro de Jairo Marcos y Mª Ángeles Fernández acerca de las existencias anegadas por el alud de los pantanos. El mismo silencio sordo de la lengua de barro y astillas que vimos avanzar el martes por la tarde-noche, en la realidad y en la televisión (de un silencio incluso más opaco en su versión televisiva, más lento y denso), como si se tratara de un ejército de sombras que, con la forma del agua, invadiera una localidad con nocturnidad, aprovechando el descuido, el ocio o la cena de los pobladores. Habitantes que, en tiempo real y simultáneamente, podían ver lo mismo que estaba sucediendo en su televisor y en su calle. Hasta que se fue la luz. No lo estaban soñando. Estaba sucediendo. Les estaba sucediendo. A ellos. Sobre ellos. Porque lo imposible, sucede. En un instante. Y todo vuelca o es arrastrado, ensordece y funde a negro. Lo imposible está basado en hechos reales.
Pues entre todas las imágenes imposibles que se me han quedado adheridas como algas esta semana hay una que sobresale por su ironía trágica, porque suena como un editorial de lo ocurrido en todos los sentidos, en superficie y en profundidad; o como uno de esos resúmenes que clavan las viñetas de El Roto. Aparecía la imagen, fugazmente, al fondo del plano de una conexión de un informativo, “destacado en la zona”, como se suele denominar en el periodismo. Zona en unos minutos convertida en una ‘no zona’. Zona catastrófica: nunca he sabido, por cierto, qué sucede tras calificar oficialmente a una zona de ‘catastrófica’. El propio concepto me ha dado siempre que pensar: ¿queda la catástrofe en barbecho?, ¿cicatriza sólo con dinero? Si sumo todas las zonas catastróficas que vengo oyendo declaradas como tal a lo largo de estos con sus respectivas catástrofes, me sale un mapa gigantesco, en el que casi no queda sin afectar ni un centímetro. Y el mapa se extiende en sus contornos, valiendo igual para una región o para un corazón (o para una región del corazón); como el paisaje después de una batalla, emocional o intelectual. Podía considerarse, desde luego, el contenido de la imagen a la que me referiré, una capa del fondo del drama. O un chiste malo, macabro. De los que te provocan una mueca que te desencaja la mandíbula. Una capa, en cualquier caso, ya geológica. Era la imagen de un cartel que sobresalía a duras penas en lo que hace unos días debió ser un solar y ahora es un cementerio de automóviles, de varias alturas. Supongo que el cartel era el resto –visto ahora una especie de pecio, pues estamos en un naufragio– de una promoción inmobiliaria. En el cartel se podía leer lo siguiente: “IMAGINA TU CASA EN ESTE LUGAR”.