Camino de casa, al llegar a la batería de contenedores de basura me llamó la atención que junto al verde había una pila de libros. Alta y de tomos gruesos, con tapas de color bufete, así como azulado. Me acerqué y vi que era un Enciclopedia Universal. Conté los tomos y eran doce. Y quien los hubiera bajado los había apilado por orden. El de arriba, el volumen I, era “Historia de las civilizaciones”, y a medida que se descendían los pisos –lo iba leyendo en sus lomos– le seguían “Arte y Cultura“, “Música y Bellas Artes”, “Ocio y Sport”, “Fauna y naturaleza”, “Literatura y Filosofía”, “Continentes”, etc… El doceavo y último, ya pegado al suelo, era el de “Ciencia y Tecnología”. Cada uno tenía su emblema, su antiguo emoticono, su divisa característica: una pirámide cruzada con unas lanzas, una paleta de pintor con un libro abierto, un balón con un coche deportivo, un ave con un árbol, una cápsula espacial con una cadena de células o un globo terráqueo. Me eran familiares esos distintivos, esa clasificación. Así como el objeto en sí: la torre enciclopédica que tumbada en el lineal de la biblioteca de muchas casas, la mía, o sea la de mis padres, constituyó una auténtica viga maestra. Del hogar y de nuestro imaginario. Sobre todo las enciclopedias ilustradas. Formidables álbumes de vida y color. Abrí el tomo I y comprobé que era de las ilustradas. La primera estampa era la Piedra Rosetta. Me dio por imaginarme a la persona que bajó la enciclopedia a la basura, con los tomos montados en el ascensor, los doce, un metro y medio de enciclopedia; prácticamente la altura de un vecino, con el que bajas y hablas del tiempo. ¿De qué hablas en el ascensor con una enciclopedia que vas abandonar en la calle? Como decía aquel eslogan contra el abandono de las mascotas: ella nunca lo haría. O si –se me ocurría– bajando, le había parado un vecino, se abría la puerta del ascensor, le veía con la escultura enciclopédica: «Baja, baja, que ya espero». «No hombre, entra, que cabemos los tres». Pensé que quizás era una pieza del vaciado de una vivienda heredada, quizá la de la infancia, y que era la enciclopedia que te enseñó los jeroglíficos, el Atomium de Bruselas o el Everest. Material Escolar. Quizá su dueño tuvo que hacer un par de viajes: ahora bajo los tomos correspondientes a las humanidades, ahora a las religiones, ahora a la tecnología e industria. Me imaginaba quedarte colgado en el ascensor con la enciclopedia. El tiempo que ibas a tener para repasar, para volver a hojear. Y el rescate uno a uno de los tomos, con el técnico del ascensor. «Caballero, no se deje el tomo de “Mundo moderno”». Y me imaginaba, por fin, el dilema, frente al distribuidor de contenedores, que en cierto modo componen la enciclopedia de nuestros residuos: ¿dónde destinar tanto conocimiento, me temo ya considerado residual, analógico y desfasado por la IA y el algoritmo loco, tanta sabiduría de papel combustible? Y la mayor: ¿cómo se recicla el saber, los saberes? Qué hermoso plural “saberes”, que me suena a sabores. A nutrición. ¿En qué contenedor –nunca mejor dicho–, en qué cubo de contenidos sería propio verter el saber enciclopédico? ¿Y no fue el libro el primer contenedor de la especie? Podría ser el orgánico, pues forma parte de nosotros; es parte de nuestro tejido. Podría ser el de papel, pues está formado por páginas, de papel. Podría ser el de plástico, por las tapas. Podría ser el de vidrio, pues aspiramos a la licenciatura vidriera. Y podría ser el de general, pues se trata de cultura general. Quise pensar que igual la enciclopedia no iba al contenedor, sino que sólo estaba liberada, como cuando se liberan libros en los bancos. Pero por si acaso, me convertí en el bombero Montag de Fahrenheit 451 y comencé a memorizarla, antes de que fuera pasto del fuego. Cogí el tomo de “Cine, Radio y Televisión”. He parado un momento, para escribir esto.