El gran Quincy Jones confesaba en una entrevista que por las noches procuraba mantenerse en vigilia, sin abandonarse al sueño, no fuera que Dios llegara hasta su cama con una idea musical brillante, divina, lo encontrara dormido y entonces fuera a regalársela a Henry Mancini, que debía vivir cerca. Así se explica el genio delicioso de Mancini (Cleveland, Ohio, 26 de abril de 1924-14 de junio de 1994), cuyo centenario celebramos este año, aunque no pase un día de nuestra vida que no caminemos al paso de una pantera (rosa) o salgamos en estampida como salen unas crías de elefante; o que no contemplemos escaparates de joyería como si cualquier joyería fuera la de Tyffany’s; o que no nos desayunemos con diamantes, haciendo verdad eso de que el desayuno es la comida más importante del día (e incluso la película te invita a desayunar de noche, a cualquier hora, si es con Holly Golightly); o que no pensemos en Audrey Hepburn atravesada por la luz del río de la luna o al ritmo del rocambole de Charada; o que no pongamos el despertador sin escuchar al tic-tac de la bomba de relojería del arranque de Sed de mal; o que no veamos a los animales de los documentales de la 2 si no al compás del tema de Hatari! (donde la música de Mancini convertía África en la Costa Azul, sobre todo en las veladas nocturnas tras la aventura diurna); o que no veamos una pistola de cine negro a punto de detonar y nos apretemos el gatillo del temazo de Peter Gunn; o que no podamos imaginar a una pareja formada por Sofía Loren y Gregory Peck si no es vinculada por un Arabesco musical de los suyos; o que no vayamos a una fiesta en la que, a poco lío que se monte, suena su tema de El guateque; o que no veamos la huella liquida de unas copas en el posavasos y no nos vengan sus Días de vino y de rosas; o que cada vez que suene algo de big-band, o de brass o de jazz, no nos parezca que está Mancini detrás, después de una noche muy productiva en la que a Quincy Jones al final le había podido el sueño, y Dios, que se sabe el camino, había bajado con una carpeta de ideas divinas para que el vecino Mancini las aprovechara. En fin, sin unos compases, sin un leit-motiv de Mancini. En dosis divinamente administradas divertido, romántico, enérgico, juguetón, percutivo, ligero. Te lo pasas de vicio con los acordes y juego de Mancini, que los primeros compases que compuso para el cine fue una frase musical que ilustraba un momento de una comedia de Abbot & Costello (perdidos en Alaska), en el que un cangrejo gigante le mordía en el trasero a Costello. Pues desde esta broma, desde este gag, Mancini ascendió hasta melodías sublimes que pasaban también por la influencia del jazz de Duke Ellington o de Count Bassie, sin perder el humor, la fantasía y la sensualidad. Hay músicas que te placen y acompañan. Músicas que las escuchas pero que te quedas fuera de sus pentagramas por mucho que te admiren o incluso fascinen. Y luego está Henry Mancini, que yo siempre digo que me gustaría vivir dentro de cualquiera de sus temas.