La fila para comprar lotería de Doña Manolita llegaba este jueves, a primera hora de la mañana, desde la Calle del Carmen hasta la Gran Vía; justo hasta doblar con la esquina del Palacio de la Música, una de las catedrales cinematográficas madrileñas cerradas sine die; recubierta en su línea de entrada con un mural de mosaicos pintados. El último de estos mosaicos, el que da al chaflán con Mesonero Romanos, estampado con motivos vegetales y arbóreos, es un trampantojo ajardinado delante del cual mora un sin techo que en este momento se amanece y pliega sus pertenencias, mientras departe con un hombre de chaqueta amarilla, que no es precisamente el portero de su finca, sino el vigilante del extremo de la fila para Doña Manolita. El sin techo es el último de la fila. De fijo. Quizás, pienso, lleva alguna participación. O podría ser que alguien, pongamos un Julián sacado de un anuncio del Sorteo de Navidad, se la hubiera echado en la cajita de cartón, como limosna prodigiosa. Y quién sabe si va y ese décimo toca. Y al año siguiente protagoniza el anuncio. De esa manera, si resultara agraciado con la suerte de la mítica lotera, el sin techo bien se podría permitir llevar su actual nivel vida: un buen saco de dormir, el chambergo de la mili, un carrito de súper y una alfombra adamascada en la que duerme su mascota. Y todo esto, claro, en el enclave de la milla dorada de la capital de España, rodeado de grandes almacenes, burgers, macropantallas, riadas de turistas tirando de trolleys y el neón de la Schweppes firmando la cumbre del espinazo urbano. No muy lejos de la residencia de este ciudadano, se rodó en su día la secuencia de la desbandada de El día de la bestia, que también era un cuento de Navidad. Es posible que si observamos con lupa los fotogramas, salga este hombre, avecindado en las proximidades de Preciados. ¿Fue, acaso, un figurante? Pienso, por cierto, al verle el jueves, que le espera un viernes negro glorioso. Tendrá que vencer la tentación, para no gastárselo todo. Vive cerca de la suerte, que se despacha en la Calle del Carmen, pero guarda respecto a ella una distancia prudencial y quizá guarde también la vez en la fila a algún comprador que no madruga; como hay quien guarda la fila en un concierto de Taylor Swift, haciendo noche, a cambio de un dinerillo o unos bocatas. No sé. La fila de la fortuna está organizada como un evento público. O como la entrada al Prado en hora punta. Se fragmenta en filas más pequeñas, entre aceras. Me parece ver que varios encargados, apostados en cada uno de estos tramos, van dando el paso a los esperan (la suerte) para que crucen la carretera a medida que la taquilla del despacho se va moviendo. Flanqueando la fila titular, media docena de hombres y mujeres llevan colgados en sus pecheras, como los antiguos anuncios ambulantes o los vendedores de aleluyas y romances de ciegos, tableros con ristras de décimos que un filete inferior dice son también Lotería de doña Manolita. Desconozco si están realmente franquiciados o son una réplica de la marca. No veo, por el momento, que nadie les compre. Tampoco a nadie que les desautorice o retire de las inmediaciones de la fila oficial. Se me acerca uno de ellos y me dice, muy amable, que le compre: «¿No ve usted la fila que se ha formado? Conmigo hace rápido». Él es la vía rápida al Gordo, el atajo paralelo. Desciendo hasta el Carmen, hacia la casa madre. Doña Manolita. Ya el nombre: doña Mañolita. Podría ser un personaje de La Revoltosa o de La verbena de la Paloma. O de la Gran Vía, claro. El sin techo del Palacio de la Música también podría serlo, por derecho: del corazón de la Gran Vía. Y del riñón, y del costillar y del reúma. También lo podrían ser las dos mujeres que, sin buscar tú la fortuna, te la quieren leer en las líneas de la mano, ofreciéndote luego una ramita de romero que sin embargo no te llevarás sin antes no les das la voluntad. Alrededor, como sucede siempre por estas fechas, carbura y se consume la Navidad antes de que comience.