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Bernardo Sánchez Salas

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Lawrence del Algarrobico

Cualquier sitio ha sido otro sitio antes. Si, como se ha anunciado esta semana, se derriba por fin el Hotel El Algarrobico, en la playa de Carboneras, Almería, aparecerá Áqaba, ciudad portuaria del golfo de su mismo nombre, en Jordania, entrada del Mar Rojo. En este enclave del Cabo de Gata-Nijar, si se criba su arena, se descubrirán restos del fuerte que construyeron los turcos durante la Primera Guerra Mundial, tomado por los árabes liderados por Thomas Edward Lawrence (es decir Lawrence de Arabia; o lo que es lo mismo: Peter O’Toole), bajo los bombardeos británicos y franceses. Es lo que tiene la arqueología del cine, que en el subsuelo de La Rozas, en Madrid, se pueden encontrar trazas de la Roma imperial o del Pekín de los cincuenta y cinco días; en el Barrio de Canillas, sin salir de la provincia madrileña, del Moscú del doctor Zhivago y en el Valle de Mirandilla, entre Contreras y Silos, el Sad Hill arizónico de El bueno, el feo y el malo. El cine construye ciudades al margen de la legalidad urbanística oficial. Ciudades para el catastro mítico. Efímeras en su permanencia física pero permanentes en su arquitectura poética. Indelebles, incluso, diría yo. Y vencedoras sobre la ilegalidad administrativa. Es más: consolidándose como la auténtica y legítima urbanización. Estaba claro que ese hotel maldito nunca podría asentarse sobre la memoria de la Áqaba del cine. De David Lean, de la Columbia, de O’Toole. Esta Áqaba había sido mucho antes. Y sobre ella, cualquier promoción urbanística estaba condenada al fracaso histórico, al fiasco inmobiliario y a la obra monstruosa. Era como intentar hacer apartamentos turísticos en Monument Valley, habitado por los centauros del desierto de John Ford y estacionada en el otoño cheyenne. Pero es que, además, en la falda de esa terraza en la que destaca como incrustada por photoshop la mole hotelera –horrorosa en igual o mayor medida que improcedente–, se construyó con ocasión de la película, Lawrence de Arabia (1962), una ciudad a todos los efectos, en la cabeza de playa. Quién le iba a decir al río Alías, también llamado río Carboneras, que su hidrología desembocaría en la cinematografía. Y en una nueva civilización, debida al espectáculo. Se cuenta que más de doscientos trabajadores, la mayor parte artesanos almerienses, tardaron tres meses en construir Áqaba y convertir Carboneras su rambla y el levante mediterráneo en la boca del golfo jordano. Una ciudad de cartón-piedra. Con más de trescientas casas, mezquita incluida. Y una población que superaba los 400… extras. Vistas hoy las fotografías de esta Áqaba imaginaria, a lo que más se parece –y mucho– es a uno de los conocidos como ‘pueblos de colonización’ creados en España entre 1940 y 1971. El Museo ICO, en Madrid, les dedicó una maravillosa exposición el año pasado. Pueblos que podrían pasar por un decorado de cine. Y sus habitantes por figurantes de un ideal de ciudad abstracta, entre el agro y el desierto. Reviso para escribir estas líneas el catálogo de la exposición y la Áqaba de la película podría ser, no sé,… Vegaviana (Cáceres), La Bazana (Badajoz), Santa Ana (Huesca) o Cañada de Agra (Albacete). Planos de arquitectura a la vez racionalista y fantástica. Y muy blanca en su mayoría, como encalada. Como Áqaba. Tenía que haber dejado la Columbia su Áqaba en Carboneras. Con el tiempo, es posible que hubiera logrado fijarse por derecho. Era una muestra perfecta de colonización cinematográfica. De pueblo de nueva planta, que aparecía ante nuestros ojos sólo con que Lawrence, Peter O’Toole, lo nombrara, lo proclamara a toda pantalla (y era una pantalla del tamaño de una playa): “¡¡ÁQABA!!, ¡¡ÁQABA!!”. A lomos de su camello. Sólo él –ni los oficiales británicos, ni la partida de rebeldes que lo secundaban, ni lo espectadores– sabía a dónde se dirigía y  qué era Áqaba. Lo que está claro es que no pernoctó en el Hotel. Nosotros tampoco. En cambio, entramos en Áqaba, que ya nadie podrá demoler.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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