Se celebra el centenario del nacimiento Marcello. Mastroianni. ¡En una Fontana!, por cierto, su primera Fontana, que no la más célebre: Fontana Liri, en el Lacio, en septiembre de 1924. Un Marcello que lo sería por partida doble: Mastroianni de cuarto apellido y Rubini por su personaje en La dolce vita, de Fellini. Y de la Fontana, acuática y monumentalmente sensual en 1960 y hoy –cuando la dulzura de aquella vida es ya un arcano– un estanque seco y cercado. No sabemos por cuánto tiempo. Como tantos lugares jugosos del pasado, el real, el soñado o el imaginado. El cine ha humedecido muchos de esos sueños. Y los ha endulzado a favor de nuestras vidas. Y en eso, Fellini fue uno de sus más golosos autores. Y Roma, su repostería, en su subsuelo y en superficie. El Marcello Rubini, el periodista de La dolce vita, sumergió literalmente al Marcello Mastroianni en las aguas de la Fontana de Trevi y lo bañó con el blanco y negro del cinema. Y del deseo. Y a partir de ahí, la Piazza y su laguna se convirtieron en una región mítica táctil, transitable; en una Sixtina mundana, que funcionaba con unas monedas de lira arrojadas; una región lírica, por tanto, sí, también. Como un crowdfunding onírico. Un óbolo, como el que se echa en los cepillos de los templos para iluminar y animar las figuras y bancos de los retablos. La moneda lírica, depositada en el lecho de la fontana facilitaba el eterno retorno de las figuras, su emersión humana y divina desde las profundidades de la pantalla líquida. Pues en la noche de la segunda estación del retablo, del retablo barroco, que era la película, La dolce vita, Mastroianni, inmerso en el barroco erótico más deslumbrante, gracias a la unción de Anita Ekberg, diosa carnal del grupo escultórico, la diosa Sylvia, domando el Océano, a los tritones, a los hipocampos y a los papas, salió bautizado, Mastroianni digo, con el agua de la pila bautismal de la Fontana, como Marcello Rubini. Y él y la Fontana y la Piazza y Roma y los espectadores (los españoles no hasta veintiún años más tarde, en que se autorizó la película, prohibida durante dos décadas por una censura que vetaba estas imprimaciones profanas) también mutaron, mutamos. Y se inició la peregrinación a ese santo lugar de aguas carnales, surcadas por Anita Ekberg: su Neptuna, su Poseidona, su Gracia. Y allí íbamos, hombres y mujeres, como Rubini, a encontrarnos con la diosa. A empaparnos. De cine, de sueños, de Roma. Y alrededor de la Fontana y de su olimpo, todo fue entre dos siglos dolce vita. Aún recuerdo cómo la primera vez, todavía pudimos comer unos macarrones con tomate –un sabor de los que se te quedan inscritos para los restos en tu memoria gustativa– en una humilde trattoria, a la entrada de la piazza, atendida por una mamma que te los servía en un plato hondo de loza, sobre una mesa de madera larga y comunal. Y veo en la prensa esta semana la escena de la deshidratación absoluta: alegando la causa de su restauración han vaciado de agua la fuente y los visitantes, tasados en número, han de circular por una pasarela que sobrevuela la piscina. Y las monedas hay que echarlas en una caja ad hoc. Si, a pesar de la restricción –contraria a aquel espíritu lírico–, el visitante se arriesga a echar la moneda, tiene que ser ya un billete de cincuenta euros: la cuantía de la multa por echarla fuera del tiesto. Y éste es el modo del nuevo mundo, el creado por la dana turística (de la que nadie queda exento, ojo, porque solemos pensar que los turistas son los otros; como en tiempos el infierno, según el filósofo): ver sus escenarios desde pasarelas, como un diorama intocable y distante, munidos de una audioguía. Como un espectáculo perfectamente ajeno que sólo quedará impreso en la memoria del móvil. Y perfectamente deshabitado. Sin irrigación ni humedades. Aseguran que el puente es provisional, que durará lo que la restauración. Pero igual luego ya es tarde, o la solución definitiva es peor e irreversible. Y Nanni Moretti ¿qué opinará de esto?