Desconozco si en el Estado Vaticano permiten la entrada de los móviles en sus colegios, sobre todo en el cardenalicio. Pensaba yo estos días, de cara al cónclave –necesitado de una concentración espiritual superlativa–, que no se puede concebir mayor factor de distracción en tan altas horas decisorias que el verse inmerso en la caja de imágenes de la Capilla Sixtina. La pantalla de un móvil, a su lado, es una estampita irrelevante. Pero el trampantojo de la Sixtina ¿cómo puedes mirar y pensar en otra cosa? El nuevo Pedro saldría, sin duda, elegido rápidamente si la votación se celebrara en un salón de usos múltiples, frío y neutro, pero el planetarium de la Sixtina no invita sino a la dubitación eterna. Y al éxtasis estético. Me distraigo con una mosca, como para poder discurrir con el Juicio Final de Miguel Ángel enfrente: el instagram de todos los tiempos, la net más fabulosa imaginable. Y si buscas inspiración en su elenco y drama la decisión podría prolongarse sin fecha. Me puedo imaginar al espectro de Julio II urgiendo a los purpurados «¿Cuándo vais a acabar de votar?»; y respondiendo estos, como Buonarroti (buen apellido para un Príncipe de la Ecclesia de las Artes, Buonarroti I),: «Cuando acabemos».
Cuando Rafael Azcona fue padre por primera vez, en octubre de 1965, le escribió una carta a Berlanga desde Norteamérica contándole sus impresiones. Mientras, en esas horas de paternidad primeriza, pendiente de su amada Roma, se distraía viendo en televisión los reportajes sobre la visita de Pablo VI al país. Rafael se admiraba de que las cadenas recogieran todos los momentos de su viaje. Pero él prefería uno de pura comedia cinematográfica: cuando Pablo VI se encontraba ya de salida en el aeropuerto, leyendo un discurso de despedida en inglés, comenzó a soplar un fuerte viento. Y cito: «El pobre hombre perdía parte de su majestad luchando para que no se le perdiera el gorrito ése que lleva, pero ha habido un momento en que la esclavina le ha tapado toda la cabeza. Pablo VI ha pretendido seguir leyendo en la confianza de que la esclavina se caería por sí sola, pero al final ha tenido que ponerse a luchar con ella para asomar la nariz y las gafas a sus papeles, y era aclamado como un futbolista». Francisco –que vivió también algún momento de capela al viento– canonizaría luego a Pablo VI. Y cerraba su carta Rafael con una profecía: «La salvación está en los chinos, no hay duda».
Frente a la ligereza de la esclavina voladiza, el peso y laberinto del castillo kakfiano. Rafael y Marco Ferreri nunca pudieron llevar al cine una adaptación directa de la novela de Kafka, por problemas de derechos, pero hicieron en 1971 La audiencia, una versión indirecta pero reconocible de El Castillo. Esta vez, K era Amadeo, un joven romano, un hombre de la calle, con gran parecido físico al joven Azcona, por cierto. Amadeo cada día se acercaba hasta una entrada accesoria de San Pedro para intentar que le dejaran acceder, porque tenía que revelarle al Papa un secreto de máxima importancia para la humanidad (seguramente que la salvación estaba en los chinos). La Guardia Suiza le impedía el paso sistemáticamente. Ayer, en un rincón de la fortaleza vaticana me pareció reconocer en los fastos del funeral de Franciscus a Amadeo (no en vano, el amado por Dios). Extramuros de la valla, claro, y de la tribuna geopolítica. No me extrañaría que Amadeo fuera un viejo conocido de Bergoglio. Somos Amadeos del común, siempre nos quedamos ad portas.