Con el apagón sale a la luz, ¡cegadora!, toda nuestra vida pendiente de un hilo (eléctrico) y de su precio en todos los sentidos (sobre todo el de la vista). Salen las viejas palabras para referirse a sus elementos: “corriente”, “plomos”, “fusibles”, “transformadores”, el quedarse a “dos velas” (también asociado a quedarse sin un duro), el “irse” la luz (o sea, que nos abandona, que nos desasiste) y las “pilas de petaca”. Sale el echarle la culpa del corte de suministro a la obra que no terminan al lado; al que tenía que haber pagado el recibo y no lo ha pagado; al “amolacasa” y al ayuntamiento. Sale la luz como asunto casero. Vecinal. El primer personaje que aparece en Historia de una escalera de Buero Vallejo –autor de otros ensayos sobre la ceguera general en que vivimos, como La ardiente oscuridad o El concierto de San Ovidio– es, cómo no, el cobrador de la luz. A algunos vecinos no les alcanza para pagarla y hay vecinos de mano que se prestan para cubrir lo que deben aquellos. Con algún recargo o intereses, claro, al cabo del tiempo. Se ha reestrenado esta temporada en El Español con su antigua emoción intacta y una nueva deslumbrante, iluminada por la tiniebla actual. La luz de esa escalera –que es la de nuestra Historia, plagada de apagones y cortocircuitos– es la versión a escala humana, familiar, doméstica del fuego robado por Prometeo a los dioses para ingeniar la primera y mítica Red Eléctrica universal. Aquellas luces que hicieron siglos y alumbraron ideas, algunas ignífugas y otras combustibles. La luz que el lunes se nos fue es la versión bombilla, la versión filamento, la versión red(ecilla) eléctrica. El juego del “Electro-L” con el que montábamos nuestros primeros circuitos eléctricos en la infancia. Y el martes, regresamos con energías renovables y las pilas cargadas.
Un hato a la espalda provisto de: juego de palos de madera (de base y taladro) y una bolsa de hierba seca o yesca (preferentemente de junco de laguna) para hacer fuego. En su defecto, unas piedras de magnesio con barra fina de ferrocerio integrada. Un péndulo o varilla Busca Aguas de zahorí. Un ábaco. Un tirachinas. Aceite de Árnica. Tabaco de mascar. Juanolas. Capullos de gusanos de seda. Un tarro de engrudo. Una bolsa con chuscos de pan duro. Manteca. Lápices de carpintero. Tizas de sastre. Regaliz de palo, “paloduz”, en abundancia. Pimentón. Espejuelos. Mucho suelto y algunos billetes de las antiguas pesetas. Un taco de hojas de pergamino para anotar. Todas las pastillas o escamas de Jabón Lagarto que se puedan. Una lata de grasa de búfalo. Unas katiuskas. Una pelliza. Un vaso de chupito plegable. Una baraja española con su complemento de pitas y amarracos, para ocupar el ocio. O en su defecto una de Fournier con el juego de las Familias de los Siete Países. Una radio de galena. Varias pilas voltaicas. Un reloj de sol. Un timbre de bicicleta. Un detente bala. Una bandeja de plastilinas Jovi. Pastillas de clorofila, perejil y menta. Ingredientes para realizar salmuera. El álbum de “Vida y Color”. Una bota de vino de piel de vacuno tintada en negro interior látex sin goteo para rellenarla de agua potabilizada con pastillas. En su defecto, vale un pellejo de vino tamaño pequeño. Repelentes antimosquitos. Reclamos para perdices. Silbatos de llamadas de patos y cuervos. Fósiles antiestrés. Estuche con seis puntas de flecha de sílex para cocinar. Certificado con tu grupo sanguíneo. Una lupa. Objetos diversos para practicar trueque. Palillos mondadientes. Una bolsa de las de agua caliente. Un caneco. Una navajita multiuso que incluya cortaúñas. Y un Libro de horas.