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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Pantalla de fuego

Los Angeles (L.A,), y la región de Hollywood que la rodea física y míticamente hasta parecer un mismo lugar expandido en serpiente por el Sunset Boulevard hasta desembocar en el Océano Pacífico, es de por sí una “no ciudad”. Más bien una eclosión de luz, una combustión solar. Y no otra cosa sino las horas de luz más prolongadas de Norteamérica fueron las que llevaron hasta allí las primeras cámaras de cine y a las figuras que habrían de revelarse delante de sus ópticas. La luz que bañaba L.A. se transformaba desde el amanecer hasta los sunsets que el taller de pintura Hollywood –directores de fotografía, eléctricos, escenógrafos, laboratoristas del technicolor–  recrearon en atardeceres incendiados, que la naturaleza sólo puede aspirar a imitar. En nuestra vida nunca atardecido como en Tara, por ejemplo. Esas franjas rojas y amarillas que hacían arder los cielos, cuyas cenizas caían sobre nuestros ojos. La pantalla como espacio que ardía por los cuatro costados. El cine reinventó el fuego como forma de emoción, de ignición interior del espectador y del mundo. Un fuego inextinguible. Cuántas cosas ardían cuando ardía Atlanta, una Atlanta refundada en L.A. Ardía incluso la ciudad, un gran maderamen proveniente de otras películas. Pero sus pavesas, que el viento aún no se ha llevado, eran las de la pasión y la guerra. Y el foco de ignición la propia incandescencia del haz de luz que atraviesa el cine y a sus agentes. Qué se abrasaba en el cielo final y sanguíneo de Duelo al sol sino el deseo y el fuego en el cuerpo. Una sangre inyectada en cada línea del horizonte en llamas. El cine ha sido una ópera de fuego, una caldera. Desde los carbones que combustionaban en el alto horno de los proyectores (tan alto como la cabina; en el “paraíso” de la sala) hasta la pantalla, cuyo corazón se inflamaba como el mapa de “La Ponderosa”. Y ha sido fuego real, cuando sus lenguas, aceleradas por una chispa de oxígeno y éter, carbonizaron en 1897, en las primeras horas Lumière, una barraca de pino, tela y vestidos galantes de crinolina, y a 126 espectadores. Con ese fuego estuvo a punto de acabar todo. Hemos visto, en fin, arder en la pantalla candente del cinema la antigua Roma (y aquí Nerón nunca hubiera alcanzado a la Metro Goldwyn Mayer en espectacularidad y ars gratia artis), el Museo de Cera de Vicent Price (habitado por aquellas figuras regaladas en tres dimensiones) y hasta el Coloso (en llamas, claro). Lo que estaba amenazado por la ferocidad del fuego en aquella “Torre infernal” –título original de la película– no sólo era el edificio, un Titanic arquitectónico, sino el propio pasado del cine, mutante en los años 70 tanto en lo industrial como artístico. Y de una manera irreversible. El fuego más devorador e inexorable –bien lo sabe y lo demuestra la imagen cinematográfica– es el tiempo.  Y en la última planta del Coloso, con un fuego dantesco chamuscándoles los trajes de noche, figuraban estrellas como Fred Astaire, William Holden, Jennifer Jones…, por sólo hablar de aquellas que llegaron al cine cuando el fuego era aún en blanco y negro. Y estaban como despidiéndose entre ellas, cautivas de una especie de cueva de Platón en la que las centellas de la hoguera del exterior (la que en el mito proyectaba las sombras en la cueva: sí, lo que están pensando, el filósofo inventó el cine) hubieran saltado hasta el interior provocando el siniestro y el ocaso consiguiente. En otras catástrofes simuladas del momento –terremotos, accidentes aéreos o naufragios– serían Gloria Swanson, Mirna Loy, Ava Gardner, Dana Andrews, Shelley Winters y hasta Olivia de Havilland, que fuera en su día testigo y superviviente del incendio bíblico de Atlanta. L. A., Hollywood, ha sido siempre la capital del simulacro (y así lo celebra). De hecho, cerca de los incendios de esta semana, en los Estudios Universal, hay una atracción que se titula “Llamaradas”. Pareciera que las chispas de fuego platónicas hubieran vuelto a saltar a la sala, con su cabeza de fósforo activa.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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